jueves, 13 de diciembre de 2007

Aproximaciones a un adicto a la nada

- (…)

- No. No puedo decirlo ni ocultarlo. Apenas alcanzo a distinguir los bordes, y te respondo observándolos. Fascinación endemoniada. Yo me pregunto si te alcanzará lo que te muestro. De todas maneras, amigo, sé que no puedo mostrarte más.

- (…)

- Yo no nací. No nací nunca.

- (…)

- Los hombres-maquina viven a través. No te los puedo describir ahora, pero son como lo contrario a la gente sentada a la vereda.

- (…)

- Electroencefalograma plano. Los recuerdos de un ñandú que viste en un instante yendo a 150, cruzando el valle de Río Negro. Los recuerdos de ese ñandú.

- (…)

- Aparece algo así como una intuición de maniobrar con la mente cuerpos. Y una seguridad casi cínica de poder lograrlo. Es una aceptación de estar en condiciones. Una fragua. Pasan ciertas cosas.

- (…)

- El ciego y paralítico de la casona de la calle Arribeños. Sentado en la silla. Detrás, el equipo de música. Por la vereda pasa alguien que nació en Macao. Piensa un rato que decirle al primo. Lo llama al fin, pero el primo ya se tomó el tren Mitre-Tigre y está en Béccar cantando con la novia. Eso que pensó decirle al primo.

- (…)

- Hay tareas. Ser un silbador abundante. Abandonar el proyecto de la serie de asesinatos. Ágil multiplicador. Esas cosas entonadas lo mejor posible para no defraudar a ciertas potenciasen las que no creo.

- (…)

- Elegir es peligroso.

- (…)

- En cuanto a que esta es una situación única. Un quiebre en la administración, que por cierto siempre queda más o menos contaminada de bien público. Y de otras farsas de igual o más cobardía.

- (…)

- Mi abundancia material es intensa. Salta a la vista. Me despreocupo de ello. Me concentra el daño que les hago a los demás. El daño plural me moviliza. Atiendo esas inquietudes. Busco que prevalezca eso que es antiguo y adelantado llamarlo absurdo.

- (…)

- No.

- (…)

- A mi me gustaría ser el último de todos. Es a lo que aspiro. Regado de denominaciones, me evoco en la falta de secretos.

- (…)

- Ya no busco eso. Es un paso: nunca me importó. Tampoco busco un fin último que encaje con lo que vivo. Una vasta sensación que repercute en imágenes y planes dejados de lado. Liquidación de lo que pasa y de las estructuras que se forman. Bloqueo. Paso incómodo. Clausura. Lo claro es lo oscuro.

- (…)

- Alzheimer.

- (…)

- Perforado, por supuesto. La identidad turbia provoca. Pero parte del juego sin reglas es esquivar esas vacilaciones propuestas. El nudo de las perplejidades está en la mirada. Es como una rima. Un aturdimiento sincopado.

- (…)

- Confrontarse a las evidencias, en lo que a mi respecta, es una tarea confortable en vistas a dialogar con inocencias.

- (…)

- Esquivos a lo abrupto que mis gestos señala.

- (…)

- Si, pero eso no lo puedo decir.

martes, 27 de noviembre de 2007

La rueda

Aníbal llegó a su casa, caminó el pasillo y abrió la puerta de chapa. Desde el patio oyó el bochinche. Otra puerta y tuvo ante él a los chicos desparramados en la alfombra jugando a la ruleta. Pateó una ficha. Olió pollo, qué alegría. Fue a la cocina a saludar a Elena. Estaba aplastando papas, iba a haber pollo con puré. Estaba subiendo de peso Elena.

- Los chicos de Eli ya se van. Eli ya los llamó dos veces- Elena le sonrió a Aníbal. – Andá a la mesa, estás cansado.

-Si, si, si.- Aníbal acarició a Elena yéndose. Se sentó.

Se escuchó la voz de Eli amenazando a sus hijos. Nico y Fede se levantaron y saludaron un poco molestos. Rápidamente decidieron una reunión a la tarde del día siguiente para seguir con la ruleta. Se fueron corriendo por el pasillo y la puerta del departamento a la calle resonó cuando los tragó.

Comieron alborotados, viendo la tele. De pronto Aníbal se dio cuenta de que se había quedado mirando a Facu. Los demás también se dieron cuenta, así que se sintió obligado a decir algo.

- ¿No estás grande para jugar a la ruleta?

- ¡Eh! – Se defendió Facu- Si yo tengo trece y Flopi 15. Decile a ella. Y Fede tiene quince también.

- Yo ya tengo nueve- dijo Franco muy seriamente.

Flopi se sonrojó pero nadie lo notó. La conversación se deshizo.

Terminaron de comer. Flopi y Elena llevaron las cosas a la cocina. Franco se fue a la pieza. Facu y Aníbal se quedaron en la mesa viendo la tele. Un rato más tarde se incorporaron Flopi y Elena, que mandó a dormir a Franco. En la tele se fueron al corte y Flopi y Elena empezaron a charlar. Aníbal trataba de acordarse lo que había que hacer con más urgencia en el taller: los frenos del Palio de Leo, la correa de distribución del Clio de Mario, ah, y cambiarle los amortiguadores al Gol de Sergio. Que bodrio ese Sergio... Flopi ya no estaba. Elena le trajo un café y charlaron un rato. La entrega que tenía que llevarle a Marina al día siguiente la preocupaba a Elena.

- ¿Lo tenés listo?

-Casi. Mañana lo termino y lo reviso así Marina no me jode.- Elena se levantó. - ¿Podés cortar Flopi?, o decile a Mica que llame ella.

Al minuto sonó el teléfono. Aníbal se levantó, llevó el pocillo a la cocina. Volvió y fue a sentarse al sillón. Pateó otra ficha. Miró la ruleta abandonada en el piso. Iba a rezongar que guardaran todo eso, pero se calló y se prendió un cigarrillo. Habían vuelto del corte.

Pasó Flopi y lo saludó con un beso en la mejilla. Se iba a dormir, dijo. Llegó Elena y se sentó en el otro sillón. Comentaron algo de la tele y después Elena dijo que se iba a pegar una ducha y después se iba a dormir.

- Cuando termines voy yo- dijo Aníbal, y prendió otro cigarrillo.

- Bueno- Elena entró al baño. Otro corte.

A Aníbal le causó gracia una publicidad y resopló una risa. Después volvió a mirar la ruleta.

Cuando Elena salió de la ducha hacía rato que estaba girando. Aníbal estaba arrodillado y cuando Elena entró, no la miró. Ella salió al patio un momento. Volvió y se acercó a Aníbal.

- ¿Qué pasa?

- No para.

Se agachó Elena. En cuclillas observó un rato lo que veía Aníbal. Le empezó a doler los muslos. De pie, le dijo a Aníbal que se iba a dormir. Él se levantó y fue a pegarse una ducha.

Había decidido irse directo de la ducha a la cama, pero tuvo que ir a buscar el paquete de cigarrillos a la mesa, apenas se asomó para ver la ruleta, que seguía girando silenciosamente.

Se durmió pensando en los asuntos del taller. No soñó, o al despertarse no recordó haber soñado. Se levantó muy temprano. Hizo café. Fue a ver la ruleta, seguía girando. Tomó el café. Se vistió. Dejó en la mesa un cartel con letras bien grandes.

NO TOQUEN LA RULETA O LOS DESCAJETO A PATADAS

Subió a su Renault 9, que dormía en la calle, pobrecito, y dobló en Juan B. Justo. A media cuadra de llegar al taller de la calle Iturri, divisó a Sergio que esperaba apoyado en su Gol.

Volvió cerca de la una, con bastante hambre. No supo que era el silencio lo que lo puso nervioso cuando entró. Rápido se dio cuenta de las personas que no conocía, sentadas a la mesa. Un flaco, joven y bien vestido y un gordito en mangas de camisa, con pelo revuelto y anteojos. Dijo “hola” y fue en seguida a la cocina esperando que estuviera Elena. Estaba. No tuvo que decirle nada Aníbal para que se diera cuenta de lo confundido y malhumorado que estaba. Aun así, Aníbal le habló.

- ¿No te acordás de Eugenio?- trató de calmarlo Elena, sonriéndole. – El hijo de Nori. Estudia química en la facultad.

Aníbal se acordó. El flaco era. Fue al comedor.

- ¿Cómo andás Eugenio, tanto tiempo?

Eugenio se paró para darle la mano, y le presentó al gordito.

- Osvaldo Salas, mi profesor.

Venían por lo de la rueda de la ruleta, claro. Elena le contó a Eugenio y el vino con el profesor a ver que pasaba. La verdad, estaban asombrados. Ojo, no tocaron nada, como tan claramente pedía el cartel.

Recién en ese momento Aníbal se fijó en la ruleta. Se inclinó hacia ella un instante y la vio girar. Elena trajo los panchos y Flopi puso la mesa. Facu salió de su cuarto y se sentó en un lugar que no era el suyo, aparentemente sin importarle.

- ¿Y Franco?- preguntó Eugenio sirviéndose un pancho.

- En el colegio. Va a doble escolaridad y se queda en el comedor. Uno menos.- Aníbal le pasó la mostaza. Y como es Franco, seguro debía estar contándole a todos de la ruleta... Agarró la mayonesa.

Eugenio y Salas empezaron a preguntarle. ¿Quién construyó la rueda? - ¿Trataste de frenarla? - ¿Va más rápido, más lento? - ¿Nunca había pasado? Aníbal contestaba y no había respuestas. Salas tenía un hermano licenciado en Filosofía, podría llamarlo para comentarle el caso, que sin dudas tenía perspectivas de análisis desde su campo...

Golpearon la puerta del pasillo. Flopi fue corriendo a abrir. Ella y Fede entraron, casi cautelosos. Hablaron Eugenio y Salas y Aníbal un rato más, después se fueron y prometieron que volverían al día siguiente.

Entró a la cocina Aníbal y Fede les estaba contando a Elena y Flopi que le había contado a una profesora de la ruleta. Ella le dijo que su hermana trabajaba en un noticiero de la tele y le dio el número, capaz podían llamar. Fede miró a Aníbal, que dijo una mirada a Elena, que dijo “Puede ser”.

Salió y la calle Velasco le pareció demasiado transitada. Subió a su Renault 9, hizo media cuadra y el camino al taller. Se quedó hasta tarde.

Elena le calentó las empanadas. Franco dormía, Flopi hablaba del noticiero con Facu. Aníbal prendió la tele y se quedó mirando un buen rato. En un corte escuchó la ducha. Los chicos no estaban. Agitó los brazos y después levantó la ruleta intentando que no perdiera la horizontalidad. La llevó hasta la cama, tendida por Elena a la mañana. Abrió el placard, sacó sus zapatos y algunas cajas. Metió la ruleta y cerró el placard. Acomodó los zapatos y las cajas y volvió al comedor a ver la tele.

Cuando escuchó a Elena que salía del baño apagó la tele y las luces y la llevó a la cama y se metieron juntos.

A la mañana se fue temprano. Le vino a pagar Sergio y pasó el de los churros. Y Héctor le trajo el jeep para que se lo prepare para llevarlo a Ostende. Ya era hora de cerrar y Aníbal no se decidía. Miró alrededor, vaciló un instante, pero al final volvió por donde vino.

Y entonces el hombre entró por primera vez en la casa y vio que ahí todos los portarretratos tenían la foto de él.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Dos que se separan

Una vez se separaron. Ya no estaban juntos ni querían. Ni se querían. Y comenzó una serie de curvas que los perforó en angustias y en leves compensaciones. Las cíclicas atracciones los absorbieron en atardeceres de llantos y orgasmos postreros. Les invadía un lamento melancólico de cosquilleos pretéritos, una especie de ceremonia de validación de un sino misterioso, como todos. Y se alejaban con el asco del error. Se decían a ellos mismos que ya no más, que se abriría la figura nueva de dejarse. Se hacían preguntas deambulando en circuitos con formas de signos de interrogación. Vuelos de moscas.

Uno de ellos se obstinó en otra pareja y otro se abundó en la soledad aparente y ficticia de una espera. Y nunca fue de esperar... No los perseguían látigos envenenados. No miraban si la valija bajaba para hacer la aduana. No iban a la peluquería ni a los dardos. La televisión, alma catódica, o la marihuana disuelta y colada en leche chocolatada. Los cielos. Eran parecidos a los granos de cielo que se ven a través de una ventana en verano, y se vencían mutuamente, se arrinconaban. Entre sueños de sus vientos quedaban alojados en alturas predigeridas y secretamente desconcertantes. Cada uno se hacía visera con el canto de la mano en la frente y los ojos se abrían como granos que eran.

Veloces de sensaciones bebían el viento secreto y expuesto en diversas vidrieras, peceras, monitores, everything in its right place pero al revés y con piruetas incomprensibles. ¿Encontraría a la realidad? ¿Enderezaría la única posibilidad ya de antemano perdida? Vuelcos y revuelcos aburridos permitidos en territorios hace tanto abandonados, para renovar el abandono. Sólo que para ya resultaba risueño, en esa vigilia de mil días, constante y sin miga. El silencio oscuro como último rincón de felicidad íntima y enfriada en la desolación indiferente.

Hubieran querido ser más curtidos para no fanfarronear tanto. Hacia dentro especialmente, sólo que adentro significaba afuera, hacía ya mucho… Envueltos en sus ropas más queridas se callaban mucho. La avenida era tan larga y tan conocida. La ciudad y las otras ciudades y los pastos y las conmovedoras panorámicas de años. La vuelta a silencios verdaderos y comotellamás y niahímevaadarbola y niahímeinteresa. Un costado de penumbra constante, los viajes silenciosos y las ocupaciones desvanecidas en los días insectos. Los trazos incorporados por la imaginación mareada incomodando la tristeza apagada, cansada de tristeza. La nueva pareja de uno se había ido en un pestañeo, y los besos al otro le habían llegado como desde otro plano de las sensaciones.

Arco extraño nuevamente, de aventuras solitarias, desgarrado a húmedos mordiscos. En hamacas al amanecer, sonriéndose, saludándose. Y los kilómetros indeterminados, saben que están de más, se desentienden, buscan otros caminos. Y entonces si que están lejos de veras.

No se vieron más. Se tomaban alternativamente el 58 y el 131. Si él estaba en una línea, ella estaba en la otra. Así fue desde entonces, 58-131-58-131-58… 58 y 131, que son dos líneas que se cruzan permanentemente por la ciudad de Buenos Aires.

Simbad y las noches

De chico, Simbad vivía con su madre. Su padre no estaba. Su diferencia creció suavemente sin pavores ni ocultamientos. No dormía, su madre si. Ella lo despedía y se dormía y Simbad se abría a la noche.

Se acostaba, cerraba los ojos, los abría. Con las noches y las noches comenzó a salir al patio, que daba a la calle y más allá, los galpones, las vías, la estación, la ruta… arriba las estrellas. Todas. Los ratos que preceden al amanecer y de vuelta al cuarto. La madre lo llama y van juntos a la escuela. La madre es una maestra. Eran dos pedacitos blancos en el panorama constante.

Una noche se le ocurrirá escabullirse del patio a la calle a las vías, cruzar la estación y quedarse sentado la noche en algún juego de la plaza que da a la ruta. Verá pasar muchos camiones y camionetas. Volverá con el silencio que aprendió, antes del amanecer que despierta a los gallos y a la madre. – El silencio es un viaje- se dice.

Los otros chicos eran de tierra, como él. Contaban algunas veces sus sueños, y Simbad también contó. Simbad sueña con caminos y camiones, con estrellas y con el interior de los silos.

Seguía yendo a la ruta y en la oscuridad se iba y volvía en los camiones. Noches de los fulgores.

Un tiempo en el que había noches con pocos camiones puso a Simbad a contar cuántos pasaban. Cuatro una noche. Tres otra. Dieciséis una algo más próspera.

Ahora casi siempre los contaba, una especie de costumbre que era más bien distraída. Contaba y lo sentía irreal. Ver las luces, el ruido, el viento y era uno. Otro, otro… Otra vez estaban pasando seguido; - uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, erab, siete, ocho, nueve, diez, once… Caminando el lucero, Simbad miraba los galpones, respiraba lo grandes que eran, se decía que erab no lo decían en la escuela o en ningún otro lugar en el que él había estado, miraba su casa que parecía flotar apenas sobre la tierra callada del paisaje.

Si decimos una cosa imposible y la desechamos, porque es imposible, nos perdemos de una fértil dotación de vida. Dicho lo imposible, habiéndolo encontrado, seguir esa imposibilidad nos dará generosos desconciertos que podremos recorrer hasta redescubrir la imposibilidad. Así, la habremos conquistado, y será nuestra imposibilidad.

Silbaba Simbad, y se escuchaba con la boca. Simbad poblado, regalado de imposibles. Veía la vida de gases, de planetas, oía con la boca, plantaba caminos.

No nos inmiscuiremos en los incalculables episodios que se generaron a través de ese momento en la vida de Simbad. La discreción suele favorecer a las actividades libres. Claro que éstas atraen y cobijan confidencias. Como rincones de largas penumbras alcanzados por suaves destellos, o la noche celeste en el segundo del relámpago.

Alguna vez Simbad pasa una semana en un silo que encontró caminando las vías al norte o al sur. Vuelve y la madre abrazándolo le dice que no está muerto; el no está tan seguro.

En el silo se da cuenta de que una chica lo atrae y se queda quieto hasta que le duele, dibujando en la oscuridad sus ojos. La besa.

Silo y mujeres unidos para siempre por Simbad.

Un día Simbad se subió al camión. El pueblo, la estación, quedaron lejos la jornada. Fue la ruta y las rutas. Y el país. Vio como un silbo varias veces la estación y el pueblo desde la ruta. La llanura de las miradas y las montañas. Vuelve al pueblo. Saluda al amigo que se va con el camión. Abraza a la madre que no está cuando se fue ni cuando vuelve.

La música empezó a salir con él. Las chicharras de la noche le enseñaron el compás. Miraba otra vez como miraba desde el camión a dos ríos juntándose entre las sierras, era igual a la melodía y a las próximas.

Simbad vuelve a las noches, a la estación, a la ruta, a las estrellas, al silencio. Se queda. Es uno de los cientos de millones de habitantes del pueblo.

A Lugones, Santiago del Estero

martes, 24 de julio de 2007

Gira

a los amigos

Fue particularmente agradable que el viaje se concretara de una forma tan negligente y rápida. ¿Dónde íbamos a dormir? ¿Conocíamos a alguien en Rosario? ¿A qué lugares teníamos que ir? A Fernando le habían dicho que la noche rosarina seguía siendo rica en tugurios, sótanos, esos lugares que después de cromañón tanto se extrañan en capital. Gaby y yo no tuvimos que insistirle casi nada y al rato estábamos en Retiro, en la boletería del Mitre sacando boletos para Rosario. A Gaby lo conozco de hace años del barrio. Cada vez que caminamos por el parque me sorprende la cantidad de gente que lo conoce. Él vive sobre La Rioja y yo sobre Urquiza, sin embargo yo parezco transplantado en el barrio. Esto es inevitable puesto que Gaby habla con cualquiera de la manera más natural y despreocupada. Yo tengo una buena relación con la china del almacén y mejor aun con su marido, que apenas domina el castellano. Claro que antes de ira a Retiro pasamos por la calle 33 orientales para que le avisara a su madre y consecuentemente, se cuide y lleve abrigo. Lidia, la madre de Fernando, nos hizo mala cara a Gaby y a mí. A Gaby es imposible que eso le importara y yo ya estoy acostumbrado a Lidia puesto que hice toda la secundaria con Fernando y estudiamos lo mismo en la facultad. Subtes E y C, Retiro. 15 mangos la ida. La vuelta la sacamos allá. Viernes a la tarde, la ropa de las chicas que salen de sus laburos tiene todo el aspecto de ir desabrochándose al fin de semana. Gaby, Fernando y yo subimos al tren. Pudimos acomodarnos tranquilamente, en nuestro vagón había bastante poca gente. Era gente más bien grande, hombres con portafolios, que iban o venían por trabajo, alguna que otra familia. Yo me pregunté en voz alta por qué no había minas. Fer sonrió y Gaby se explayó un buen rato con su hipótesis de la cercanía de semana santa y que las chicas de Lima, de San Nicolás o de Rosario preferirían esa ocasión para volver a sus casitas. En fin, el hecho es que minas no había. Mientras podía verse algo por la ventana hubo ciudad. El campo empezó ya entrada la noche. Yo iba del lado de la ventanilla así que miré bastante tiempo las estrellas. Un tipo vino a decirme que cuando estuviéramos cerca de Rosario bajara la cortina metálica porque tiraban piedras. La cerré en ese mismo momento porque estaba seguro de que iba a olvidarme. En eso volví a prestarles atención a los chicos. Los había estado oyendo desde hacía un rato. Discutían en voz baja con alguna que otra exclamación retórica que en el caso de Gaby se parecían a espasmos y en Fer, a hipos. Hablaban de cromañón, de los culpables. Hablaban con el dolor y el desajuste que todos tuvimos por aquel tiempo. Se dieron cuenta de que había entrado a la conversación, aunque sea como oyente, como es costumbre en mí. De todos modos me miraron y supe que esperaban que les dijera algo. Sólo pude recordarles lo que alguna vez dijo un profeta pelado que conocemos: “¿Sos callejero vos? Bancátela”. Se callaron un instante y después Gaby dijo que era mejor tomar el Gancia antes de que se calentara del todo. Estuvimos de acuerdo y se fue a buscar limón, porque el Gancia le gusta con limón. Yo le dije que no estaba seguro si el tren tenía coche comedor, pero él fue a buscar igual, seguro de que alguien en el tren le iba a convidar un limón. El rato que estuvimos solos con Fernando lo pasamos callados, como tantas otras veces, y tomando uno que otro traguito de Gancia que, efectivamente, ya no estaba frío. Por eso nos puso contentos que Gaby llegara con unos hielos envueltos en una servilleta de papel además del limón. Tomamos el Gancia que con hielo y limón estuvo exquisito. Repartimos un sanguche de milanesa que había llevado Fer y después tratamos de dormir un rato. Llegamos a la estación Rosario Norte a la madrugada y preguntamos en la avenida como ir para el centro. Caminamos por un boulevard que se llama Oroño turnándonos para llevar la mochila de Fernando que contenía nuestras provisiones por demás austeras. Doblamos en una avenida ya que en el boulevard no había negocios a kioscos abiertos. No pasó mucho hasta que encontramos donde comprar cervezas. Nos sentamos en un umbral. Estábamos cansados por el viaje. Un tipo que estaba cuidando autos (a una cuadra había un boliche) vino a pedirnos un trago y se quedó charlando. Primero pensó que éramos de Racing que jugaba al día siguiente con Newell’s. Después creyó que no teníamos casa y nos tiró el dato del padre Santillán que tiene un hogar. Más allá del pedo que tenía nos dimos cuenta de lo que estábamos haciendo no era tan fácil de entender como nos pareció en un principio. 400 kilómetros para hacer una gira… Creo que a Gaby le hinchó un poco el pecho eso. Fer se cagaba de risa, decía que bien podíamos pasar por fugitivos, por simuladores, por simples mentirosos cuando sólo éramos unos limados que se fueron de gira de Buenos Aires a Rosario. Un rato después Fer estaba durmiéndose y el cuidaautos volvió por última vez a preguntar si teníamos faso, que seguramente era su esperanza desde que nos vino a hablar. Luego de las respuestas elusivas y ciertas, no volvió. Se empezaban a ir algunos autos. Ni las 4. Pero el boliche era careta y de pendejos. No era la zona seguramente, así que volvimos a enfilar para el centro según las indicaciones de un par de fantasmas rosarinos más bien asustadizos. Ahora era Gaby el que se dormía caminando. Yo seguía en ese estado de somnolencia alerta e introvertida que era por demás frecuente en mí cuando salíamos. Pero en general se notaba una atmósfera de cansancio no reconocido. Un viejito se me puso a hablar casi de la nada y me indicó una calle que llevaba derecho a la peatonal, la que sale a la plaza y al monumento. Los chicos se habían sentado en otro umbral, esta vez de una casa vieja casi llegando a la esquina siguiente de la que estaba hablando con el viejo. El humo de los cigarrillos crecía hacia el farol que bronceaba el empedrado desde su cima cercana. Les dije a los chicos las indicaciones del viejo y al rato seguimos viaje ya que ninguno iba a decir que no podía más. No fue necesario decirlo. Cuando llegamos a la peatonal nos derrumbamos en una esquina. Fer se durmió, Gaby me dijo que en un rato estaría bueno ir a buscar una cerveza. Él cerraba los ojos apretando la mochila entre sus muslos y el pecho, pero ponía cara de estar atento. Luego de un rato, volvía a abrirlos, miraba alrededor y me hacía un gesto de asentimiento. Yo no dormía más que nada por mi insomnio que por aquella época era prácticamente inquebrantable. Después de responderle un par de asentimientos a Gaby, me levanté y fui a buscar esa cerveza. Guita seguía habiendo así que no quise pedirles a los chicos pero Gaby se dio cuenta de que me iba y me llamó y me dio dos pesos. Así que me fui por la peatonal semidesierta. No me animé a preguntarle al del kiosco de diarios no sé porqué, pero la verdad pasé mirándolo y la pregunta se me quedó en la garganta. Un par de pasos adelante la pregunta salió sin darle tiempo a la vergüenza. Eran tres o cuatro chicas. Apenas la pelirroja comenzó a indicarme como llegar al kiosco, la vergüenza empezó a aparecer como una avalancha roja. Para que no se note tanto, hice un personaje. Un pibe sencillo y abierto. Les pregunté que estaban haciendo. Me dijo la chica que habían salido de “El cubo” porque su amiga se sentía mal. Le pregunté donde era “El cubo”. La pelirroja se rió y dijo algo así como: “vos no sabés donde queda nada” o algo parecido. Le expliqué que era de Buenos Aires y estaba con mis amigos y eso… Ella se reía. Me dijo donde quedaba el boliche. La amiga con la remera de Los Piojos dijo que estaba re mal y creía que tenía fiebre. Mientras se iban les dije que nos mañana en “El cubo”. La pelirroja sonrió y yo fui hasta el kiosco a buscar la cerveza. Cuando volví vi que “El cubo” quedaba a media cuadra de la esquina en la que Gaby y Fer dormían. Lo desperté a Gaby y le convidé cerveza. Planeamos ir al río en cuanto amaneciera suponiendo que fuese más o menos cerca. Le conté lo de las pibas. Se asomó para ver la entrada de “El cubo”· Miramos a Fer que dormía con las piernas extendidas, la cabeza hacia atrás, apoyada en una cortina y la nuez de Adán latiendo en primer plano cubierta por la dura y áspera barba de tres días. Después de un rato de mirarlo nos dimos cuenta de que los dos lo estábamos haciendo y nos reímos. Fernando se despertó y nos miró extrañado, o eso creí en un primer momento, pero me di cuenta de que estaba siguiendo con la mirada a alguien que estaba a mis espaldas. Con Gaby nos dimos vuelta y vimos a unas cincuenta personas que estaban saliendo del boliche. Varios venían para nuestro lado. Había una agradable diversidad de chicos que pasaban fuera de sí, quizá puestos o quien sabe qué. Unos chicos nos pidieron cerveza. Casi ni había, quedaba el fondo así que no nos dolió regalársela. Los chicos se fueron re contentos. Pasaron unos cuantos travestis. Un pibe se nos puso a hablar hasta que se olvidó de que hablaba y logró que Gaby mirara para otro lado y no le siguiera la conversación. Sin embargo en general sentí que todos eran cordiales y amables. Muchos saludaban y hasta los pibes que nos pidieron cerveza nos trataron bien. El movimiento nos despabiló casi a la fuerza. Hubo bostezos de Fer y gritos desperezados de Gaby. Caminamos por la peatonal. A un par de cuadras en una esquina había un cartel con un mapa del centro. Ahí vimos que estábamos bastante más cerca del río de lo que creíamos. Llegamos a una plaza y desde ahí vimos el monumento a la bandera. Fuimos a desayunar a un bar cerca de la plaza y después fuimos al monumento. Todas banderas argentinas excepto una. Muchas banderas, no las contamos, todas argentinas, pero una verde con un círculo rojo en el centro. Nos miramos como pidiéndonos explicaciones. Fernando dijo que le parecía que era la bandera de Bangladesh, lo que no aclaró mucho nada. Fuimos –Gaby nos llevó- a preguntarles a unos guardias y, efectivamente, era una bandera de Bangladesh. Dijeron que una de las banderas escoltas es del país que celebra su independencia ese día. Gaby le bromeó a un guardia algo respecto de 4 de julio, pero no se río y yo me apuré a ir para el lado del río. Un rato más tarde estábamos en la costanera mirando hacia la isla y Entre Ríos. Me acomodé en un banco y me dio sueño. Le dije a Fernando que iba a dormir un rato. Él a su vez se estaba acomodando en otro banco con unos apuntes de la facultad en el pecho. Gaby se había ido a dar una vuelta prometiendo que volvía en unas horas con comida. Me desperté, supe después de hacerlo, tres horas más tarde. Me sentía liviano y al desviar la mirada de las nubes al río justo cuando empezaba a pasar un barco frente a nosotros, me apareció una felicidad tranquila de una sincronía que era a la vez interna y externa. Era el barco que empezaba a pasar justo cuando yo miré. Y era poder mirar cosas que son cotidianas en otro lugar. Mire hacia el bancote Fernando. Seguía leyendo. Teníamos algo de hambre y Gaby no volvía. Yo le pedí a Fernando algo para leer. Me dio un texto que leí hace un para de años, claro, yo estoy más adelantado que él en la carrera. Lo hojeé desinteresado. Luego me sumergí en tratar de entender (dos infinitivos seguidos, carajo) ese desinterés. En eso llegó Gaby y me di cuenta de que estaba atardeciendo. Ya no había casi pibes jugando al fútbol y Gaby trajo sanguches de milanesa y un racimo fenomenal de bananas. Para tomar algo trajo agua. Dijo que había conseguido faso gracias a un tipo de un kiosco de revistas de la peatonal que le dio el dato. No quise saber si era el mismo a quien no me animé a preguntarle donde conseguir cerveza. No creo. Hicimos las cuentas para repartir los gastos. Las pepas las había traído de Buenos Aires Fernando. Yo fui el que más tuvo que desembolsar en ese momento pero todo quedó claro y bien repartido. Con eso resuelto caminamos por la costanera. Encontramos un lugar que medio bajaba al río, y estaba un poco escondido. Ahí Gaby armó y fumamos. Estábamos bien pero teníamos frío. Subimos y nos metimos en la ciudad. Aunque hablábamos de cualquier cosa y nos reíamos yo ya sentía de manera casi imposible de esconder, una incomodidad que aun no podía definir. Ya era de noche y seguíamos deambulando por el centro, tomando cerveza. Gaby hablaba con los vendedores. Fer y yo escuchábamos y de tanto en tanto metíamos algún bocadillo. Compramos papas fritas y otra cerveza y después un Fernet con coca. Enganchamos la peatonal y vimos que “El cubo” estaba abierto. Eran las doce y media. Entramos. Tocaba una banda. No me acuerdo como se llamaba. Cantaba un pelado y sonaba cruda y bastante bien. Tocaron tres o cuatro temas y bajaron. Colamos las pepas y vimos gente que fumaba así que fumamos también. Cuando entramos había cincuenta o sesenta personas. Gaby averiguó que iba a tocar otra banda. Me imagino que era más conocida porque empezó a entrar gente. No me gustó mucho… Tenía armónica, dos saxos y a mi me pareció que creían tener mística… nos dimos cuenta de que no teníamos ya tanta guita. Igual había algo de faso más lo que pudiese rescatar Gaby por ahí. Ya estaba a punto de definir mi malestar cuando vi a la pelirroja. Venía caminando hacia mí y eran tres y las tres me dieron el mismo beso. Y nos seguimos besando un buen rato. Un largo largo rato. Cuando me soltó la lengua volvió a ser una. Le dije que volvía enseguida. Di unos pasos hasta Fer, apoyado en una pared. Le dije que estaba por decirle que estaba muy triste. Fer dijo que si con la cabeza. Volví adonde estaba la pelirroja y mi recuerdo se metió en mi cabeza y de pronto estaba todo alrededor. Esa noche que nos habíamos encontrado en el parque con los chicos de la escuela. Un viaje indefinido que nos dejó en puente Saavedra. En un kiosco del lado de provincia alguien compró una petaca de Tía María. Me convidaron y sentí por primera vez el saber de una bebida alcohólica, que fue como un fuego silencioso y secreto. Cruzamos el puente, hicimos un par de cuadras por la avenida y entramos en un boliche que se llamaba Margarita Rock. Me aburrí un rato, parado en un costado hasta que vino Diego con una chica y me la presentó. Sorpresivamente para mí el saludo de la chica fue un largo beso en la boca. En menos de una hora había conocido dos claves que marcaron el pulso de mi vida desde entonces. La chica era pelirroja como la piba que me estaba hablando. Me decía que le decían la rusa. El nombre no me lo acuerdo, capaz nunca lo supe. También me decía que la suya era la mejor cama de Rosario. Miré alrededor. Gaby hablaba con un tipo en la barra, gesticulando y moviendo los brazos. Fernando hablaba con una chica, me pareció que era otra de las que me había cruzado en la peatonal. Fui a decirle que me iba, y que nos encontrábamos en los bancos del río a las tres de la tarde. Le dije que Gaby estaba por ahí, que le avisara. Agarré a la rusa de la mano y salimos del boliche. Respiré fuerte cuando sentí el frío de la madrugada. La rusa me agarró del brazo y me sentí incómodo, pero traté de no darle importancia. Caminamos rápido las diez o doce cuadras hasta su casa. Ella vivía con su vieja pero estaba en lo del novio, me dijo, así que la casa estaba sola. Un pasillo, una puerta de madera, una computadora, la pieza, la cama. No sé si era la mejor de Rosario pero… Nos levantamos, puso la tele, picó y fumamos. Yo la miraba mientras cortaba una porción de tarta y me acordaba de Caro y me repetí varias veces que no tenía que acordarme más de Caro. Me preguntó un par de cosas más de mí. Le dije lo que estudiaba, mi barrio, mis años, ella me dijo más o menos lo mismo de ella. Vimos el final de Ojos bien cerrados, que por casualidad estaban pasando en un canal de cable. Ella después vino a sentarme en mis rodillas y volvió a besarme. Fuimos a la pieza. Me desperté sofocado. La sensación que había empezado la noche anterior no se había ido, y la entendí de una forma tan clara que ahora no sé si podría entenderla como ahí. La estaba viviendo. Ahora es un recuerdo. Otro. Uno más. La rusa dormía desnuda, era la mañana, por el reloj y por el aire lo sabía. Necesité salir. Irme. La rusa me pidió el teléfono por si iba alguna vez a Buenos Aires y me dio el suyo por si volvía. Me dijo que si quería arreglara para volver en semana santa, que podía quedarme ahí. Le dije que iba a ver… nos vestimos y me abrió la puerta del pasillo. La otra estaba abierta, me dijo. Le pregunté como volvía a la peatonal y se rió. Yo también. Pensé que capaz volvía a Rosario para semana santa. Nos besamos y me fui. Había poca gente en la calle y una especie de claustrofobia seguía corriendo por mi cuerpo. Entré en un bar y pedí un vaso de agua. No muy amablemente me lo dieron y me fui, amablemente. Pasé por la esquina de “El cubo”. Me quedé viendo un rato la procesión por si salían Fer o Gaby, pero no pasaron. Fui por unas calles de adentro y salí al río. Mi agitación seguía. El viento frío, el río, no pudieron calmarla. Vi a un Fer tirado en el mismo banco del día anterior. Nos saludamos. Él no me preguntó y yo no le pregunté. Traté de dormir un rato hasta que llegó Gaby con unos chicos que había conocido en “El cubo”. Traían cerveza, un saxo y tambores y yo casi salgo catapultado hacia la estación, pero la opresión continuaba dentro de mi cuerpo y no me dejaba reaccionar livianamente. Nos saludamos todos. Los chicos eran algunos de la segunda banda más unos conocidos. Serían seis o siete más Gaby, al que le decían el cóndor. Seguramente Gaby les había contado esa vez que un viejo le había elogiado su conversación diciéndole que volaba alto como un cóndor. Por alguna razón eso lo fascinó y siempre que puede saca a relucir la anécdota y terminan diciéndole así. Yo me miré un par de veces con Fernando hasta que vino a decirme que quería ir yendo para la estación. Yo le dije que me sentía mal, que necesitaba caminar. Uno de los pibes me preguntó algo sobre la hembra con la que me había ido. Alguien nombró a la rusa, pero no me di cuenta que dijo o cual de ellos era. Igual fui derecho a decirle a Gaby que me sentía mal y me iba a caminar. Fer se enganchó y le dijo que me acompañaba. Luego de dar un trago y de pasar la cerveza, Gaby nos abrazó y dijo que nos encontrábamos a la noche en la estación. Caminamos con Fer por la costanera. Podría haberlo disfrutado si no hubiese sentido ese pánico, ese encadenamiento interno que no me podía explicar; que me ahogaba aun en ese entorno abierto. Había una fuerza que se moría por salir de mí, por reconocerse como parte de mi vida, y que se oponía a las cosas que había vivido en esos años. Seguimos caminando muy despacio por la costanera. Fer estaba de buen humor. Habló con gente, yo me mantenía algo alejado, como si me sintiera mal físicamente. Le dijeron como salir a la estación. Por la costanera cortamos bastante camino sin proponérnoslo. Pasamos por una feria de antigüedades que Fer revisó muy detenidamente mientras yo posaba mi mirada en las cosas, aturdido y desalentado. Pasamos las horas en un parque cerca de la estación. Cuando anochecía Fer fue a buscar comida. Trajo una pizza y una gaseosa de litro y medio. Él había guardado unos pesos extra por suerte. Después de la pizza fuimos a la estación y esperamos a Gaby. En la boletería le habían dicho a Fer que el tren venía casi vacío así que seguimos esperando a Gaby casi hasta que estuvo por venir. Yo le di a Fer mi plata y el compró los boletos. Yo no quería parecer indolente, sabía que Fer me estaba bancando, así que agarré la mochila y fui a pronosticarle que Gaby no iba a aparecer. Un rato después llegó el tren. Subimos. Era el tercer vagón, nos quedamos viendo el andén esperando que Gaby llegara a último momento. Estábamos congelados en esa posición, buscándolo en cualquier punto que se moviera. Hasta que nos movimos nosotros. El tren. Nosotros mantuvimos la mirada en el andén y vimos como Gaby con otro pibe lo atravesaron tratando de ubicar rápidamente la boletería primero y corriendo el tren, al pedo. Fer levantó la ventanilla y los dos sacamos el torso y gritamos: - ¡Gaby!- moviendo los brazos. Gaby sonrió y nos saludó y el tren se fue de la estación. Cerramos la ventanilla y la cortina metálica. Esa vez escuchamos los piedrazas. Fer se durmió bastante rápido, lo que me liberó al menos de la incomodidad de hablarle tan poco (aun para mí). Yo cerré los ojos un tiempo muy largo, tratando de calmar de alguna manera la angustia que me fatigaba. Pasaron por mi mente una enorme cantidad de caras, de noches, de besos, Caro, las demás, los miedos las mentiras, las huidas, los encierros. Los encierros tantas veces y la asfixia imposible de disimular, tratando de escapar de ese encierro con los ojos cerrados en ese tren y hace tanto. Seguramente me dormí, porque cuando abrí los ojos ya estábamos en capital y faltaban un par de estaciones para llegar. Sentía que el viaje no había durado ni la mitad que el de ida. Bajamos del tren y fuimos a la parada del 9. Fer me palmeó la espalda cuando subimos al colectivo. Sabía que yo estaba perturbado por algo. Ya hablaríamos (aunque probablemente no de eso). Pagó él. Yo le dije que quería bajar un par de paradas antes de mi casa, para caminar. El colectivo hizo rápido. No había demasiado tráfico al amanecer. Saludé a Fer, le dije que nos veíamos en la semana. Él me saludó y volvió a palmearme. Bajé del colectivo, caminé hasta la esquina, crucé y me quedé viendo la avenida Colonia. Cortó el semáforo crucé hasta la mitad y me paré otra vez, mirando el cielo amanecido salpicado de nubes, con la cancha de Huracán sumergido en el sur. Y una exhalación nueva me sorprendió, como si hubiese respirado libremente después de mucho tiempo.

domingo, 15 de abril de 2007

Manuscrito hallado en Londres
a R.K.B. y L.G.P.

Cuando en 2001 llegué a Londres, no tenía idea de donde podía encontrar un albergue barato. Alguien me dijo que había una oficina en la estación Victoria en la que se conseguían lugares así. Ahí me reservaron una habitación en un lugar llamado Wansbeck Gardens, que no resultó del todo barato, pero sin más opciones, me alojé allí durante la semana en la que estuve en la ciudad.
A la intensidad que supone recorrer una ciudad tan vasta contando con un tiempo limitado le sumé la lectura de El proceso. Durante esa semana en la que no llovió ni vi el sol, dediqué las mañanas y las estiradas tardes a fatigar mis pasos a través de la ciudad. En las noches leía a Kafka.
La habitación de Wansbeck Gardens era antigua, en el primer piso del edificio; me gustaba su austeridad.
Una noche terminé un capítulo que me abrió al insomnio a pesar del cansancio físico. Miré por la ventana la calle angosta y oscura detrás del museo británico y cerca de la estación Holborn. Abrí el armario; revisé mi ropa. Me llamó la atención que el piso de madera no crujiera. Caminé franja por franja de madera la habitación de lado a lado, poniendo un pie delante de otro, como jugando al pan y queso. En un rincón entre el armario y la pared la plancha de madera no sólo crujió sino que también se resquebrajó. Me tropecé sobresaltado. Luego vi que había un hueco rectangular de unos veinte centímetros de profundidad en la unión de la pared, el armario y el piso.
Saqué del hueco un cuaderno roto. Tenía unas pocas hojas y la tapa de atrás. El lado externo de la tapa es blanco y el lado interno está cubierto por un dibujo compuesto de rayas verdes. Las rayas aluden a un paisaje me parece, aunque son tan caprichosas como la forma de las nubes. Las hojas están escritas por una letra chica y nerviosa, tiene muchas tachaduras, flechas y marcas.
Esa noche intenté en vano leerlo, nervioso como estaba. Lo guardé en mi bolso. De vuelta a Buenos Aires lo dejé junto a unos mapas de las calles y del subte de Londres y durante años no lo volví a tocar.
Hace unos meses me rompí un tobillo y estuve en reposo unos cuantos días. Para entretener en la obligada reclusión hogareña de los primeros días, revisé un placard que ya no uso y en el que hay demasiadas y muy diversas cosas. En un cajón encontré los papeles de Londres, incluido el cuaderno. Paciente, me dediqué a descifrarlo y luego a traducirlo.
Con las deficiencias de mi inexperiencia en traducciones, he aquí el resultado:

“(...) tampoco tenía cejas. Igual apenas vi los ojos violetas lo reconocí. Varias veces me había quedado tonto mirando esos ojos en UFO, en el Marquee. Estaba sentado solo, en la vereda de Wetherby. Por eso decía de Tim. Es que con él habíamos salido hacía un rato del concierto de Leonard Cohen en el Albert Hall. Yo seguía saboreando “Suzanne”. Tim se iba a encontrar con unos chicos en el Soho que a mí no me caían bien. Había un soldadito con el que me cagué a trompadas y otros... Bueno, yo subí para Gloucester y el siguió rumbo a Kensington. Me acuerdo que yo me di vuelta a la media cuadra y vi su espalda alejándose. A veces me doy vuelta yo. La cosa es que a unas cuadras estaba Wetherby y la verdad es que desde que el loco se fue del mundo a vivir ahí, siempre tuve algo de curiosidad por verlo. Yo era más chico (no pongo “era chico” porque siempre lo seré, espero), y la piel se me curtía con el asombro de los encuentros. Fui por eso para ese lado pero no pensé mucho en verlo, más bien me entretuve mirando nubes y culos. La cosa es que el tipo estaba ahí, pelado. Me agarró por sorpresa: pensé que iba a reconocerlo por los pelos, pero no, fue por los ojos. Lo miré a los ojos, saqué chocolate del bolsillo y le ofrecí. Me dijo “o.k.” y me senté a su lado. Estuvimos callados un buen rato... yo me empecé a imaginar que es lo que él estaría pensando. Y en eso se me fue formando un remolino mental. De a poco, la gente que pasaba lo iba haciendo cada vez más despacio. Si alguien me miraba, ya no podía distinguirlo de un camello por ejemplo. Había tomado una cerveza antes del concierto, nada más. Bueno, ese remolino me asombró, me remontó. Y, digamos que soñé despierto o algo parecido que no puedo ni quiero definir. Estuve en un lugar demasiado enorme como para ser real. Quiero decir, era real para mí, porque lo estaba viendo y más... lo percibía de un modo distinto al que percibo la realidad, pero el modo era muy real. No intentaré describirlo, porque necesitaría aprender el lenguaje de ese lugar supongo. Tendría que decir, por ejemplo, que era de día y de noche al mismo tiempo, pero eso no era una contradicción. Que no lo describa no significa que no era un lugar preciso. Podría reconocerlo. Ah, y ese estado en el que... ese remolino no tiene nada que ver con los viajes de las drogas. Entonces yo estaba así y no sé si pasó tiempo ó no, pero el tipo me empezó a hablar y lo que me decía no me llegaba como palabras. Fue como una nave espacial que llegó al lugar en donde estaba. Si, como una nave espacial. Lo vi grande, enorme... y blanco. Su voz atravesó kalpas. Vino de muy muy lejos. Me envolvió, me atrajo, dejó como una estela hecha de estrellas en el camino. Yo sacudiéndome, arriba, abajo, arriba, abajo... su voz me tomó como una estrella fugaz y me sentó de nuevo en la vereda de Wetherby Mansions. Ya entendía lo que me decía. Hablaba sobre unos pantalones que se había comprado. Dijo que entró a la tienda y empezó a probarse pantalones y como todos le iban quedando bien, se compró tres , entonces la vendedora se puso nerviosa porque le decía que los tres pantalones eran de distinto talle cada uno y que no podían entrarle los tres y que no iba a aceptar devoluciones o algo así, entonces el encargado le habló y él pudo llevarse los pantalones. Yo lo escuchaba bastante aturdido pero atento. Él giró su cabeza y me miró de frente, a los ojos. Me sentí cansado, supe que mi cara decía que estaba cansado. Sonreí brevemente. Él me agradeció por el rico chocolate, me saludó con la mano, se levantó y entró a un edificio, levantándose los pantalones. Yo me quedé un rato más ahí sentado, después fui hacia el Hyde Park a desintegrarme en Oxford Street. Bueno, pasaron unos cuantos años de eso, si. Cada tanto lo recordaba, pero no creo habérselo contado a nadie. También lo recordé en los días blancos del hospital. Lo recordaba en un sueño quieto. Y en la respiración cansada, ansiosa de heroína. A veces creí que a través de la heroína intentaba llegar a ese... sueño. Pero no, yo sabía que había llegado a eso sin buscarlo. Sin embargo algunas veces me angustiaba ese recuerdo, así que empecé a intentar recordarlo como un sueño, y simplemente en esa manera. Además, después de la acuosa ola de homenajes y loas a su sombra, la mitad de los vagos de Londres iban a venir a decirte que se habían cruzado con el tipo y que habían tenido una charla interesante con él. Nuestro encuentro fue íntimo como un sueño. Yo tenía 19 años en esos primero días de la primavera del ´73, me esforzaba por merecer lo mágico y sabía que los dones hay que aceptarlos discretamente. Luego pasaron tantas cosas... Ahora escribo esto por lo de Tim. Esta idea de viajar muy lejos, más lejos que la heroína, de alguna forma hizo que me conectara con las sensaciones que viví en aquel encuentro.”
La noche en el cúmulo

Eran siete, tenían miedo. Se habían quedado entre los árboles para evitar a los búfalos que acechaban en la pradera. Casi todos, a decir verdad, disfrutaban algo del escalofrío difundido inevitablemente en la atmósfera pero ninguno se atrevía a disminuir su alerta.
Los omanes pensaban, pero no sabían que pensaban, o que podían pensar. Eran seres abocados a las actividades complementarias de la contemplación y la creación. Tenían un ojo en cada una de sus ocho patas. No tenían cabeza, o mejor dicho, la tenían diseminada en un ancho cuerpo redondeado y aplastado, como la parte superior de algunos hongos. Eran multicolores, todos diferentes. En algunos predominaba el azul o el naranja. Un omanes tenía manchas como nubes esparcidas en su cuerpo. Otros dos eran casi completamente de un sólo color, pero ambos tenían cabezas violetas.
Había llovido el día y la noche anterior hasta casi el amanecer. El bosque seguía húmedo y los árboles incapaces de contener su vigor, rociaban brotes. Los árboles eran muy altos sin embargo permitían a los omanes una visión muy amplia del cielo. Todos ellos lo miraban cada tanto. Uno dijo que estaba mareado de imaginarse sogas que unían las estrellas formando intrincadas constelaciones. Otro le respondió: “ ah, caleidoscopio”. Todos asintieron. El omanes casi completamente azul dijo que iba a pasear fuera del bosque. Una nueva ola de escalofríos recorrió a los omanes. Algunos de sus cuerpos se sacudieron levemente. El de las nubes esparcidas en su cuerpo le dijo: “volvé pronto, omanes, así te vemos”.
El omanes caminó despacio. Miró fijamente el cielo, los árboles, el suelo. Cerró los ojos, acarició la tierra y apuró su marcha. En seguida estuvo en la salida del bosque, estremecido por las cosquillas del pasto. Comenzó a conjugar las estrellas que veía cerca del horizonte de la llanura. Sin darse cuenta se descubrió oyendo la música de los omanes que, aunque lejana, llegaba vagamente desde el bosque. Recordó las frutas que había tomado a la tarde, recordó como gentilmente se desprendían de las ramas, recordó sus colores. Quiso también devolverlas a la tierra y cantó unos instantes él también.
Cuando el silencio volvió, continuó con el recorrido de las estrellas que iban posándose tan suavemente en la llanura. Estaba a punto de ver como una besaba la tierra cuando notó que un búfalo surgía desde una colina por el lado que llevaba a las montañas. Trotó acercándose al omanes y pasó cerca de él sin siquiera notarlo. El omanes sintió una vez más esa mezcla siempre nueva: miedo y curiosidad. Nunca había estado tan próximo a un búfalo. Le llamó la atención sus pelos. Tuvo ganas de verlo desde más cerca, de acariciarlo. El búfalo fue alejándose rumbo a la pradera. Allí se detuvo y bebió agua. El omanes lo había seguido con la mirada; le gustó verlo inclinarse hacia el estanque. Notó como el búfalo levantaba la cabeza justo cuando la estrella desaparecía en el horizonte y en el bosque, los otros omanes encendían el fogón.
Ya había comenzado a caminar hacia el bosque cuando se dio cuenta que tenía muchas ganas de estar con los otros. Caminó cada vez más rápido hasta que entró al bosque, a partir de allí, se acercó despacio a sus compañeros. Al verlo llegar, se juntaron y se quedaron mirándolo; querían preguntarle algo, pero no se les ocurría qué. El omanes azul se paró frente a ellos. Acariciando el piso dijo: “56”, y empezó a reírse. Los demás, aliviados, también rieron suavemente, como el viento que mecía el fuego.

a la renga Sofía
La muerte de un raviol
De qué sirve? Para qué? No hay olvidos, un empujón vacío. Pensamiento de robot. Oh, no se te ocurra mirarme. Oh, mi número está en tu agenda pero no me vas a llamar nunca, eso lo sé muy bien. Ya no me lastima demasiado. Ya el giro volverá a su doloroso germen. Otra vez a contar la historia sin personajes ni conflictos. Sólo que yo soy el personaje y el conflicto, pero esa revelación de primer año de Puán no atraviesa lo que siento. Está demasiado limpio el paisaje, debería cerrar los ojos y dejar que el pasado se esconda lo mejor posible. Las palabras en inglés, las comas, la música que riega estas nostalgias. An-algia. Cocaína. De lejos, tan sólo. Tan aquí. No sirve de nada. Bécquer te lleva a las chicas de ojos claros que no saben sus versos, y vos huís cuando te miran incómodas, o fingiendo incomodidad, para que huyas. Seguís siendo el chico más feo del mundo. Lustros. Bocanadas de marihuana en los recitales te alcanzan. Para qué más? Solamente una púa. Los cánceres pasan cerca. Los sonidos pasan cerca. Sabés que son los vectores, y los usas para metáforas de poemas incomprensibles. Querías que tuvieran más símbolos que palabras. Te enamoraba saber lo que iba a pasar. Delirios de una inteligencia que no tardó en ahogarse. Mirar serio. No conocer a nadie. Yendo en diagonal por Corrientes y no mirar a nadie. El momento entre la intimidación y el desprecio. Una infinidad de capas que te impidieron moverte y saltar como hubieras querido. Aún así, despreciaste las excusas. El sobresalto animaba la constante desolación, de ahí, creés, tantas canciones. La gente estaba tan cerca, todo el tiempo, todos los días, hasta los martes. Te conmovía constantemente la sospecha de tu espectralidad. Andarín de dispersos talwegs. Disfrutar exclusivamente del pasado. Conocerse de memoria el museo de bellas artes y la plaza francia, desvelarse en las librerías y rechazar lo que no podría ser tuyo. Vecino del trágico fervor, en el tiempo, en las venas hinchadas. Un desafío estilístico que se marchitaba en tu memoria. Una cadena de voces que ya no podrías reconocer. Y los perfumes que te esquivan, pero que una vez encontrados, son inolvidables. Un dolor de tu memoria se expulsa hacia la cocina, a lavar los platos, frenéticamente. Siempre te escondiste. Hasta desnudo, hasta mostrándote, siempre fue tu juego preferido. Quién hay a tu alrededor que no te haya aborrecido? De cuántos seres evitaste las lágrimas? Te quedaste quieto mientras veías a tus amigos pudrirse. Le diste la espalda a quien podría haberte mirado. La espalda y la befa, y la triste piedad. Tu virtud se comía a las otras, y tu virtud era morir constantemente. Y tu vicio? Oh, cuántas miradas de reojo, cuántas. Y ahora suponés que está descontrolado? El camino al manicomio lo eludiste, mal que mal, y en el calabozo no estuviste más que doce horas. Sé que te avergüenza lo escaso, pero las aulas siempre estuvieron allí. Y tu escenario casi siempre estuvo vacío. Y vos te vestías tercamente de azul. Las grietas descubiertas en cualquier caminata, frescura desesperada en un mundo seco. Te asombraba que no te enseñaran nada; mucho tiempo fue un orgullo, pero una mañana te desesperó. Ya te habías olvidado de cuando corrías sin dolor. El horror a la espontaneidad egoísta e irresponsable, y a las continuas manipulaciones de los adictos a la prolija consecución de caprichos. Todo lo vaciado queda adentro, a qué acumular? Aislado. Pedazo de escarcha. Y qué? Encontramos el dulce refugio hecho trizas, devastado en el espíritu desde la palabra. Ya nadie te mira sin desconfianza, y todas tus pesadillas topográficas te persiguen a través de la ciudad y a través de esos pozos de imaginativa angustia de hoy. Y hoy que el sol está bien alto, bien pesado y que los felices le vomitan sus gracias chiquilinas, vos abofetado por las cintas indefinidas que recorren los circuitos de tu percepción, te alejás a un supuesto plano que ni siquiera es oscuro. Te preguntás qué hacer con el idioma, con las interrelaciones que se pegotearon de alguna manera. Una conciencia que deja de ser súbita o aletargada. Una prisión que no entendés. Y ahora los senderos son estrechos, claro, no hay tierra de nadie. Hay montañas que no podrás ni ver. Epicentros de nada. Las palabras sueltas bordean tu idioma. Sólo que... Ahora, hoy. Se pierde, definitivamente cualquier vestigio musical. No olvidarás la noche en la que te preguntaste de dónde viene la música, aunque, claro, no le darás ya ningún sentido que puedas validar. Recostarse es para vos, un flujo fatigoso de venenos expandidos en la dolorosa trama de muelas, zapatos y verrugas. No hay nada. No existe nada, oh, no serías capaz de buscar un signo que se aplique a una especie de vitalidad que por algún motivo no te es ajena. Ahí el tren, ahí la fracasada distorsión de todos los niveles de la vida de alguien que se acurruca en ése cuerpo. No hay vacilaciones. Pasa y queda una endeble soledad. Pasos. Muchos. Como hace tiempo. Vaciarse en una cama. En una serie extravagantemente larga de besos, compras, orgasmos, ojos que en otro momento no hubieras podido mirar fijamente sin estremecimientos, ojos de los cuales sólo querés que sepan algo, miserias, tantas que no te hubieras imaginado que uno tan intrascendente pudiera contener. Sin gustos. Lengua empieza a temblar, es el final y ya ni te importa. Tantos temblores en vano. Es el final y ya ni te importa.
La casa del mono

El mono vivía en una casa de dos plantas. Había una pieza rectangular con paredes blancas de cemento, techo también blanco y piso de madera. Había además, en una de las paredes, una plancha rectangular de madera. Opuesta a esta pared, un pasillo amplio llevaba al jardín, a través de una lámina de vidrio con bordes de metal que se deslizaba. En el lado izquierdo del pasillo, (yendo desde la pieza rectangular)una escalera caracol de madera conducía a la única habitación de la planta alta. Una alfombra roja la cubría totalmente, y cinco espejos sellaban las paredes. El techo blanco se interrumpía en su centro; allí se elevaba una pirámide transparente. Al lado derecho del pasillo había un cuarto, el más pequeño de la casa, con bolsas de cemento casi vacías, tubos de acero y papeles. Tenía un piso áspero y un hueco en una pared con vidrio, a través del cual podía verse el jardín. El piso del jardín tenía una franja de cemento cerca de la lámina de vidrio que lo separaba del pasillo. Luego, hasta el fondo había pasto y tierra, con árboles frutales y arbustos. Junto al paredón gris del fondo había un pozo. A los costados, el jardín no tenía paredes sino profusas ligustrinas. Todo el jardín estaba atravesado por un camino sinuoso de cemento. En su centro había un cantero.
El mono solía pasar las mañanas en el cuarto de los espejos. Al despertar subía las escaleras (dormía en el cuarto de las paredes blancas) y siempre se sobresaltaba con el primer reflejo. Allí jugaba un largo rato con su imagen reflejada. Nunca tocaba los espejos. El mono siempre bajaba satisfecho de ese cuarto y corría hasta alguno de los árboles a comer alguna fruta. Seguía corriendo, bebía del cantero, miraba los insectos, en el pozo le devolvía a la tierra su alimento. En esas tareas ocupaba el mono su tarde. Cuando la tarde comenzaba a apagarse, a veces volvía a subir la escalera y miraba en los espejos cómo se expandían las sombras. A través de la pirámide transparente, una noche vio la luna. Bajaba lentamente, ya en penumbras; salvo en las noches calurosas, no volvía a salir al jardín. El mono entraba al cuarto de las bolsas de cemento solamente para ver la lluvia a través del hueco de la pared.
Sin embargo, hubo una vez en la que el mono entró al cuarto del hueco que daba al jardín sin que lloviera. Era un día soleado. Hacía mucho que no entraba. Al principio miró alrededor al cuarto con extrañeza dando una vuelta sobre su eje. Por el hueco entraba más luz que las otras veces que el mono había estado allí. Quizás esa fue la causa de la extrañeza del mono apenas entró. De todas formas (y aunque como acabo de comentar, el cuarto estaba más iluminado que las otras veces que el mono había entrado), no podía divisar la pared opuesta a la del hueco; eso inquietó al mono, que gustaba de mirar la lluvia en ese cuarto porque se sentía acogido por sus escasas dimensiones. Caminó muchos pasos, hacia la oscuridad en la que se internaba la nueva disposición del cuarto. Cuando ya había cubierto un trecho considerablemente más largo del que había de una punta a la otra del jardín casi no veía el hueco en la pared que daba al jardín y la penumbra dominaba tanto como cuando se acercaba la noche en el cuarto de los espejos. El mono caminó en la misma dirección durante un tiempo que no medía pero al detenerse se tomó los muslos doloridos y sintió hambre. Alzó sus ojos pero no logró divisar el techo (si es que había techo o si estaba lo suficientemente cerca como para verlo a simple vista) puesto que la oscuridad era ya total.
El paraguas y la señora Gross

Era una tarde fría, dura, de silencios y de sofocante cerrazón. La señora Gross, ajena a cualquier emoción no prescripta por las específicas fábricas difusoras, vacilaba cerca de la puerta de su casa mientras se aprestaba a salir. ¿Llevaría el paraguas? El doctor se había llevado el paraguas marrón cuando salió hacia el consultorio a la primera mañana. Ella había oído la lluvia picando en las baldosas del patio. Ahora el cielo encapotado era inescrutable; era razonable y esperable tanto que lloviera como que no.
Llevaría el paraguas de ser totalmente necesario. No iba a sacar en vano el paraguas rojo. No reprochaba al doctor puesto que nada le había dicho del incidente de la semana pasada. Él bien podría haber llevado tanto el marrón como el rojo. Su mano tocó primero el mango del marrón y sólo por eso, lo tomó. Nadie en Realicó pensaría que el doctor había modificado sus ideas conservadoras, aunque lo vieran con el paraguas rojo. Su posición, su prestigio, lo dejaban a salvo de cualquier sospecha. Ella, sin embargo, no participaba de esa inmunidad a pesar de su cercanía: en la anterior reunión, la señora Gross había llevado el paraguas rojo. Ninguna de las mujeres le dijo nada pero era evidente que sus miradas se fijaban insistentemente al paraguas.
A los pocos días, un proveedor que venía de Ingeniero Luiggi le dijo que había oído de boca de la señora que atendía en la estación de servicio de Huinca Renacó que la señora Gross iba a las reuniones con paraguas rojo. Esto produjo en ella la aparición de una difusa y persistente angustia. De todas formas, evitó el tema con el doctor y consideraba que difícilmente la información le llegaría por otras vías. Su seguridad en este último punto residía tanto en el reconocimiento general del doctor Gross por parte de la comunidad, como en el carácter del doctor, esquivo a las charlas que no se refieren a su campo profesional y mucho más, a las infidencias.
El vestíbulo era recorrido por la mirada de la señora Gross, como un escape. Si bien volvía cada pocos segundos al paragüero, las imágenes de la puerta blanca con el vitral, el perchero con su sombrero blanco con encaje, el piso de madera, el escalón de piedra, el techo y su maldita humedad, desfilaban vertiginosos en su mirada. La desaforada certeza del mareo se instaló en su cuerpo que exteriormente permanecía ya no sereno pero quieto, como congelado. Sólo sus ojos se movían. Y a pesar de la dilatada secuencia de imágenes, el problema del paraguas era lo único que ocupaba sus pensamientos.
La chica estaba en la planta alta, ordenando el dormitorio y el baño. Durante un largo rato, quizá horas, no había peligro de que la viera en esa situación. Sin embargo, esto no tranquilizaba en absoluto a la señora Gross, puesto que no tenía expectativas de que la situación cambiase alguna vez.
Mientras tanto, muy lejos de allí, los omanes dormían o miraban alrededor, contentos veladores.
Confesiones de un cono

Yo estaba en una planicie. Me daba vértigo el verde. No fue, sin embargo el color ni la fragancia, sino su conjunción lo que me empapó la mirada de una leve lágrima extendida. Un perfume diseminado en el aire espeso. Yo creía que estaba inusitadamente solo. Curioso de tal disposición, me preguntaba cómo lo había logrado... ¿tal vez por no proponérmelo? Al instante divisé, la forma de otro. Ambos saltamos hacia donde estaba el otro, saltamos hasta encontrarnos. Desde el principio noté que nuestro pulso concordaba. Sin haberlos contado supe que dimos la misma cantidad de saltos. Hubo una serie de aproximaciones escuetas. Ninguno se animaba a lo bizarro; hubiera convenido que fuésemos tres.
Nos balanceamos casi llegando a tocarnos movidos por un viento que, al menos yo, no logré notar si era externo o interno. No oculto la ascendencia hipnótica de nuestra reunión. Fijé mi mirada en él. El cielo estaba apenas pincelado por una nube larga. La escena se formó como la fascinación que estaba estallando, del otro y de mi, a un tiempo, pero con una sincronía exenta de mecanicidad, espontánea, transitoria y desprolija. Su silueta ya tan cerca de mi, era un campo estrellado. No había pájaros ni árboles. Por supuesto que la soledad se había quebrado, pero sólo el otro estaba allí. Ellos estaban callados.
Hubiera sido extremadamente fácil percibir elementos desagradables. La configuración así lo exige. La de todos los que conozco y todos los que puedo entrever. Hay un esquema rígido de suposiciones, panel magnético vertido, jugo de tiza.
De un momento a otro comenzaron a surgir porciones de palabras, rastros de sueños encantados en la estrofa abierta de esa sinfonía callada. El peso de un dolor antiguo estaba presente, y gradualmente se fue haciendo insoportable. No podíamos casi al final seguir fingiendo que no lo sentíamos. Un gesto inocente del otro bastó para que yo supiera que ya jamás volvería a ser viento. Ese tiempo cercano e inalcanzable palpitaba en mi presente, coagulándose.
Quiso acercarse, tal vez para acariciarme. Derivó una explosión inextinguible. El brote de una pena demasiado extendida, la atracción eruptiva y arrebatada. La mezcla rebotó y venció a mis principios perceptivos: ya no sabía si en su base había un punto o una circunferencia, o si estaba recostado o de cualquier otra manera posible o no.
No hubo miedo ni dolor en mi regreso a la soledad: así de rápido había matado al otro cono.