miércoles, 31 de diciembre de 2008

Excursión a los indios tranquilos

Estaban los seres extrañísimos amigos de los bosques revolcándose en la arena de una playa. Omanes decidían hacer una travesía para encontrar a unos que supieron que había. Algunos salieron de todos y todos se fueron. Atravesaron los bosques y los campos que terminaron y saltaron al desierto de dulces montañas silenciosas y curvas. Tanto entraron y saltaron el desierto que los sofocó la sed. Entonces bebieron de un estanque primordial del cual eran viajeros. El agua y las estrellas los acompañaban.
Llegaron a unas rocas y entre ellas estaban los que habían ido a buscar y se encontraron. Se vieron y se dijeron, entre los titubeos de la sorpresa la serena intrepidez bailándolos sin darse cuenta. Se llevaron a los reparos a tomar el alimento, cantarlos, contenerlos. Omanes se balanceaban de contentos y los otros también, diferente, absortos unos de otros. Todos eran regalos.
Pero no se sabían. No sabían qué los otros sabían y los omanes los buscaban, curiosos. Y los indios quisieron compartir su secreto, derramar en ellos la diferencia que admiraban. Los llevaron a través de la noche de la luna del silencio, despacio, a la entrada de la cueva para que los omanes vieran el sueño.
Esperaron cantando y rondando los alrededores, hasta el alba que cobijaron y soltaron, y un ratito más. Fue que los indios tranquilos se fijaron en la cueva y el resto también. Y la cueva tenía dos entradas, que se parecían en forma y en tamaño. De la entrada derecha salió uno que no se parecía ni a los omanes ni a los indios; era del color de la tierra y las rocas y confundía su contorno con ellas. Ése conoció a todos al salir y todos sintieron como si estuvieran en el momento de un abrazo anhelado. Entró a la cueva por la misma entrada y poco después salió por la izquierda. Los omanes vibraron ante una dulzura intensa como la respiración, puesto que no sabían que iba a volver a salir. Ellos, los indios y el que salía, estaban más dichosos. Volvió a entrar por donde había salido y su gesto era de felicidad.
Esto se repitió varias veces, tantas que la saciedad llegó a todos. Y cada vez que surgía de la cueva, se parecía más al mundo.
Pacto

Siempre supe que haría un pacto con el diablo. Salimos del club Portugués y la acompañé hasta la parada del 44. se fue y caminé las cuadras del vuelta hasta la facultad. La oscuridad de los edificios y las tipas se proyectaba en la noche que cubría Pedro Goyena. Ella sabía que yo había ido a verla en auto pero no me pidió que la alcanzara ni yo le ofrecí. Volví a mi casa en silencio entre el escaso tránsito de las diez y media de la noche.
Entré a mi casa con el escalofrío de haberme dado cuenta de que sólo estaba el perro. Mis familiares habían salido, inesperadamente. “Vamos a la casa de x, volvemos tarde”, decía un papel sostenido por un vaso. Acaricié al perro un momento, lo miré a los ojos, le sonreí pero ya no me miraba. Los perros no sostienen la mirada.
Fui a la cocina a hacerme un té y el perro me siguió. Busqué la bolsa y le di su comida. Elegí el té verde y lo preparé. Miré al perro comer y dejé la taza de té reposar un buen rato. Lo tomé. Me quedé absorto en el silencio de mi casa. Veía las cosas alrededor imantado en la serena apertura de un vacío. Pasó el perro lamiéndose el hocico y moviendo la cola vigorosamente. Decidí llevarlo a la plaza.
Era la noche anterior al novilunio y se veía unas pocas estrellas. La C invertida en el cielo parecía una marca maligna. La calle se hinchaba en la quietud del panorama. Los coches pasaban como una excusa del mundo. Los pocos hombres y mujeres que cruce parecían vivos.
En la esquina por la que me interné en la plaza había un rejunte de ramas y basura. Caminé hasta el palo borracho y toqué sus espinas. Vi a través de las ramas de otros árboles más altos unas pocas nubes rojas.
Volviendo, sentí el silencio de las casas. Detrás de unas rejas negras y una ventana con cortinas blancas, fosforecía una televisión. Seguí caminando. En un patio de baldosas iban caracoles, y un camino de hormigas trepaba la pared cruzando el azulejo de una canilla.
Entré a mi casa despacio. El perro se acurrucó. Lo saludé y me fui a mi pieza, buscando en mi cuerpo el cansancio. Al acercarme a mi cama me desanimé: había brócoli tirado por todos lados.