lunes, 20 de julio de 2009

La otra noche

O.K. (otra vez), ¿qué pasó cuando le estabas dando a la minita y te diste cuenta de que ese corazón no latía? Y respiraste profundo y seguiste, ajustado al simulacro de placer que ya estabas por dejar de creerte. El ansioso silencio estaba maduro, acechándote en el largo viaje del 168. (y la piba medio stona que se sube quien sabe si antes o después del puente Saavedra y todo que podría volver a comenzar pero no). Ya sabés que las coordenadas las doy para que el vuelo sea más vigoroso: esa patadita en la tierra. ¿Seguís virgen de ala delta? ¿Hasta cuándo? Te habrás bajado 30 o 40 cuadras antes para caminar. La noche es fría y hay luna. Como tu primo de hace 100.000 años escrutás la negrura del universo. La negra imaginación, la negra gota en el medio de tu ojo, el negro miedo.
Como una ensoñación sincopada la sucesión de esquinas desnudas, los párpados flojos, el desierto infierno, el tiempo espíritu que va y vuelve. Ves seres acurrucados en el miedo artificial, soles de alcantarilla. Y muchos o todos con una víbora en lugar de la columna vertebral. Cuerpos prohibidos, ídolos acechados, dolores muertos de secreto. ¿Qué diferencia con la ya inexistente camisa de fuerza, o estrellarse en la idea, o estudiar Relaciones del Trabajo? ¿Adónde la encontraste y la perdiste? ¿Otra vez volver a esto? La mujer loca que baila en tu memoria y que no sólo baila sino que también te hace bailar. Y escribir mal. Y bien. Sabés que te atrae y te lleva y te entierra en lágrimas que nunca lloraste. Este paseo otra vez. Esta noche otra vez. Vuelve en el sueño o en la falta de sueño o mientras te la chupan o la chupás, o estás viendo la película de Truffaut, de Herzog o de Spielberg. Mientras escuchas a Gismonti, a Bregović, Bill Evans, Chopin, Bach o Los Tipitos. O te pasan por Crónica un recital de Los Palmeras en el bar donde te olvidás de lo que no te olvidás
Una vez más caés. Inocente de tus pasos vas cayendo en el conjuro. En el sopor de tu silencio de certezas insoportables se te hunde la ciudad. Los caminos están desangrados hace siglos. Los fundadores eran caníbales, casi como los de hoy. Concentrarse en la propia conciencia no es más que un refugio, ajeno y pretencioso y tristemente devastado. Detrás de las sombras de lo sagrado te sentís agredido. Creés que el camuflaje es cada vez más tenue, cada respiración resuelve su efectividad. En la ciudad tu consuelo ni siquiera es tocar culos en el subte a chicas más feas que las que te cogés; es imaginarlo. Responderían una caricia desconocida con insultos y para mostrarte su buena predisposición te muestran los dientes. Te acordás de todo eso. De lo que hiciste y de lo que no. Unas risas detrás de una persiana te acuchillan. No podés escapar de la ciudad porque no existe.
Un kiosco, una botellita de vidrio lleno de líquido negro y con burbujas. Seguís hacia ningún lado y llegás a San Telmo.
Te arrastraron recuerdos que ya olvidaste por un rato. Mirás a los ojos a los que te cruzan y algunos te miran y otros no, y casi siempre es lo mismo. Alguna vez te preguntaste de qué sirve callarse, pero esa reflexión era más que nada una necesidad, un anzuelo. Pero otra incertidumbre te apuñala en una intimidad de involuntaria lucidez: ¿quién podrá compartir tus demonios? Y las demás preguntas vienen en combo, pero ni te importan.
Qué ridículo te resulta ahora saber el nombre de los guitarristas que tocaron en Los Redondos, la capital de Mongolia, las etapas de la hominización, cómo analizar sintácticamente esta oración, las tesis de filosofía de la historia de Benjamín, la formación de Boca del 87, la defensa Caro-Kahn. ¿Serás el único hombre que fingió un orgasmo?
Conseguirías una pepa y te irías a dormir al puente de La Boca, disfrutando de los barcos silenciosos y el callado tufo. Ves una puerta negra, y una escalera que se hunde enmarcada en un telón rojo. ¿Seguís creyendo en los milagros de la espontaneidad? Vas a bajar pero querés dar una vuelta manzana. ¿Será que decepcionado de los motivos racionales no querés llegar a ellos? ¿Acaso te ilusiona evitarlos? Por el momento nada podés hacer con el mapa que te aprisiona salvo saberlo. Una vuelta manzana. Todo lo que te cruzás parece cubierto de una leve y constante capa de talco.
Volvés a la puerta, bajás la escalera, que tiene un descanso, dobla y sigue bajando hacia la derecha. Desde el descanso apreciás una sala espejada con luces rojas y azules. Hay un grupo (¿30, 40, 1000?) de coyas (¿bolivianos, jujeños?) algunos vestidos con jeans buzo y campera (como vos), otros con ponchos y gorritos de lana. Unos tocan el charango, la quena, el violín, el sicu. Unos están extasiados, bebiendo. Todos te miran. La música cesa pero la reemplaza un murmullo rápido, de frases breves y repetidas. Uno te señala y grita algo. Todos empiezan a subir corriendo la escalera. Recién ahí te das cuenta de que estabas rígido, con un pie bajando el primer escalón luego del descanso. El contraste con tu rápida huída es tan grosero que ni te das cuenta. Te das vuelta y subís la escalera a zancadas tan largas como no sabías que podías dar. Durante la persecución desesperada te acordás de Chaplin y de varias pesadillas, lo que te reconforta vivamente. De pronto te encontrás en el medio del parque Lezama., solo; hace rato que perdiste a lo que te seguían. Te sentás en un banco.
Te vas a parar en un rato. Vas a dudar entre ir a costanera sur o a La Boca, pero vas a emprender otra larga caminata hasta tu casa. Intentarás poner la mente en blanco. Te dirás que no vale la pena pensar en lo que paso o en lo que va a pasar. Vas a sonreír pensando en lo que te agobia apenas es el presentimiento de un recuerdo. Y tu sonrisa será amarga. Y te dirás que la nostalgia es soberbia. Y te dirás que no. Las esquinas se seguirán esfumándose un buen rato.
Al amanecer entrarás a tu casa y sin sueño cerrarás las persianas de tu cuarto porque sólo en la oscuridad quizás logres dormirte. Pero antes leerás un rato. Te sentirás cobarde. Te sentirás vivo. Querrás llorar y quizás puedas.