domingo, 15 de abril de 2007

La noche en el cúmulo

Eran siete, tenían miedo. Se habían quedado entre los árboles para evitar a los búfalos que acechaban en la pradera. Casi todos, a decir verdad, disfrutaban algo del escalofrío difundido inevitablemente en la atmósfera pero ninguno se atrevía a disminuir su alerta.
Los omanes pensaban, pero no sabían que pensaban, o que podían pensar. Eran seres abocados a las actividades complementarias de la contemplación y la creación. Tenían un ojo en cada una de sus ocho patas. No tenían cabeza, o mejor dicho, la tenían diseminada en un ancho cuerpo redondeado y aplastado, como la parte superior de algunos hongos. Eran multicolores, todos diferentes. En algunos predominaba el azul o el naranja. Un omanes tenía manchas como nubes esparcidas en su cuerpo. Otros dos eran casi completamente de un sólo color, pero ambos tenían cabezas violetas.
Había llovido el día y la noche anterior hasta casi el amanecer. El bosque seguía húmedo y los árboles incapaces de contener su vigor, rociaban brotes. Los árboles eran muy altos sin embargo permitían a los omanes una visión muy amplia del cielo. Todos ellos lo miraban cada tanto. Uno dijo que estaba mareado de imaginarse sogas que unían las estrellas formando intrincadas constelaciones. Otro le respondió: “ ah, caleidoscopio”. Todos asintieron. El omanes casi completamente azul dijo que iba a pasear fuera del bosque. Una nueva ola de escalofríos recorrió a los omanes. Algunos de sus cuerpos se sacudieron levemente. El de las nubes esparcidas en su cuerpo le dijo: “volvé pronto, omanes, así te vemos”.
El omanes caminó despacio. Miró fijamente el cielo, los árboles, el suelo. Cerró los ojos, acarició la tierra y apuró su marcha. En seguida estuvo en la salida del bosque, estremecido por las cosquillas del pasto. Comenzó a conjugar las estrellas que veía cerca del horizonte de la llanura. Sin darse cuenta se descubrió oyendo la música de los omanes que, aunque lejana, llegaba vagamente desde el bosque. Recordó las frutas que había tomado a la tarde, recordó como gentilmente se desprendían de las ramas, recordó sus colores. Quiso también devolverlas a la tierra y cantó unos instantes él también.
Cuando el silencio volvió, continuó con el recorrido de las estrellas que iban posándose tan suavemente en la llanura. Estaba a punto de ver como una besaba la tierra cuando notó que un búfalo surgía desde una colina por el lado que llevaba a las montañas. Trotó acercándose al omanes y pasó cerca de él sin siquiera notarlo. El omanes sintió una vez más esa mezcla siempre nueva: miedo y curiosidad. Nunca había estado tan próximo a un búfalo. Le llamó la atención sus pelos. Tuvo ganas de verlo desde más cerca, de acariciarlo. El búfalo fue alejándose rumbo a la pradera. Allí se detuvo y bebió agua. El omanes lo había seguido con la mirada; le gustó verlo inclinarse hacia el estanque. Notó como el búfalo levantaba la cabeza justo cuando la estrella desaparecía en el horizonte y en el bosque, los otros omanes encendían el fogón.
Ya había comenzado a caminar hacia el bosque cuando se dio cuenta que tenía muchas ganas de estar con los otros. Caminó cada vez más rápido hasta que entró al bosque, a partir de allí, se acercó despacio a sus compañeros. Al verlo llegar, se juntaron y se quedaron mirándolo; querían preguntarle algo, pero no se les ocurría qué. El omanes azul se paró frente a ellos. Acariciando el piso dijo: “56”, y empezó a reírse. Los demás, aliviados, también rieron suavemente, como el viento que mecía el fuego.

a la renga Sofía

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