domingo, 15 de abril de 2007

Manuscrito hallado en Londres
a R.K.B. y L.G.P.

Cuando en 2001 llegué a Londres, no tenía idea de donde podía encontrar un albergue barato. Alguien me dijo que había una oficina en la estación Victoria en la que se conseguían lugares así. Ahí me reservaron una habitación en un lugar llamado Wansbeck Gardens, que no resultó del todo barato, pero sin más opciones, me alojé allí durante la semana en la que estuve en la ciudad.
A la intensidad que supone recorrer una ciudad tan vasta contando con un tiempo limitado le sumé la lectura de El proceso. Durante esa semana en la que no llovió ni vi el sol, dediqué las mañanas y las estiradas tardes a fatigar mis pasos a través de la ciudad. En las noches leía a Kafka.
La habitación de Wansbeck Gardens era antigua, en el primer piso del edificio; me gustaba su austeridad.
Una noche terminé un capítulo que me abrió al insomnio a pesar del cansancio físico. Miré por la ventana la calle angosta y oscura detrás del museo británico y cerca de la estación Holborn. Abrí el armario; revisé mi ropa. Me llamó la atención que el piso de madera no crujiera. Caminé franja por franja de madera la habitación de lado a lado, poniendo un pie delante de otro, como jugando al pan y queso. En un rincón entre el armario y la pared la plancha de madera no sólo crujió sino que también se resquebrajó. Me tropecé sobresaltado. Luego vi que había un hueco rectangular de unos veinte centímetros de profundidad en la unión de la pared, el armario y el piso.
Saqué del hueco un cuaderno roto. Tenía unas pocas hojas y la tapa de atrás. El lado externo de la tapa es blanco y el lado interno está cubierto por un dibujo compuesto de rayas verdes. Las rayas aluden a un paisaje me parece, aunque son tan caprichosas como la forma de las nubes. Las hojas están escritas por una letra chica y nerviosa, tiene muchas tachaduras, flechas y marcas.
Esa noche intenté en vano leerlo, nervioso como estaba. Lo guardé en mi bolso. De vuelta a Buenos Aires lo dejé junto a unos mapas de las calles y del subte de Londres y durante años no lo volví a tocar.
Hace unos meses me rompí un tobillo y estuve en reposo unos cuantos días. Para entretener en la obligada reclusión hogareña de los primeros días, revisé un placard que ya no uso y en el que hay demasiadas y muy diversas cosas. En un cajón encontré los papeles de Londres, incluido el cuaderno. Paciente, me dediqué a descifrarlo y luego a traducirlo.
Con las deficiencias de mi inexperiencia en traducciones, he aquí el resultado:

“(...) tampoco tenía cejas. Igual apenas vi los ojos violetas lo reconocí. Varias veces me había quedado tonto mirando esos ojos en UFO, en el Marquee. Estaba sentado solo, en la vereda de Wetherby. Por eso decía de Tim. Es que con él habíamos salido hacía un rato del concierto de Leonard Cohen en el Albert Hall. Yo seguía saboreando “Suzanne”. Tim se iba a encontrar con unos chicos en el Soho que a mí no me caían bien. Había un soldadito con el que me cagué a trompadas y otros... Bueno, yo subí para Gloucester y el siguió rumbo a Kensington. Me acuerdo que yo me di vuelta a la media cuadra y vi su espalda alejándose. A veces me doy vuelta yo. La cosa es que a unas cuadras estaba Wetherby y la verdad es que desde que el loco se fue del mundo a vivir ahí, siempre tuve algo de curiosidad por verlo. Yo era más chico (no pongo “era chico” porque siempre lo seré, espero), y la piel se me curtía con el asombro de los encuentros. Fui por eso para ese lado pero no pensé mucho en verlo, más bien me entretuve mirando nubes y culos. La cosa es que el tipo estaba ahí, pelado. Me agarró por sorpresa: pensé que iba a reconocerlo por los pelos, pero no, fue por los ojos. Lo miré a los ojos, saqué chocolate del bolsillo y le ofrecí. Me dijo “o.k.” y me senté a su lado. Estuvimos callados un buen rato... yo me empecé a imaginar que es lo que él estaría pensando. Y en eso se me fue formando un remolino mental. De a poco, la gente que pasaba lo iba haciendo cada vez más despacio. Si alguien me miraba, ya no podía distinguirlo de un camello por ejemplo. Había tomado una cerveza antes del concierto, nada más. Bueno, ese remolino me asombró, me remontó. Y, digamos que soñé despierto o algo parecido que no puedo ni quiero definir. Estuve en un lugar demasiado enorme como para ser real. Quiero decir, era real para mí, porque lo estaba viendo y más... lo percibía de un modo distinto al que percibo la realidad, pero el modo era muy real. No intentaré describirlo, porque necesitaría aprender el lenguaje de ese lugar supongo. Tendría que decir, por ejemplo, que era de día y de noche al mismo tiempo, pero eso no era una contradicción. Que no lo describa no significa que no era un lugar preciso. Podría reconocerlo. Ah, y ese estado en el que... ese remolino no tiene nada que ver con los viajes de las drogas. Entonces yo estaba así y no sé si pasó tiempo ó no, pero el tipo me empezó a hablar y lo que me decía no me llegaba como palabras. Fue como una nave espacial que llegó al lugar en donde estaba. Si, como una nave espacial. Lo vi grande, enorme... y blanco. Su voz atravesó kalpas. Vino de muy muy lejos. Me envolvió, me atrajo, dejó como una estela hecha de estrellas en el camino. Yo sacudiéndome, arriba, abajo, arriba, abajo... su voz me tomó como una estrella fugaz y me sentó de nuevo en la vereda de Wetherby Mansions. Ya entendía lo que me decía. Hablaba sobre unos pantalones que se había comprado. Dijo que entró a la tienda y empezó a probarse pantalones y como todos le iban quedando bien, se compró tres , entonces la vendedora se puso nerviosa porque le decía que los tres pantalones eran de distinto talle cada uno y que no podían entrarle los tres y que no iba a aceptar devoluciones o algo así, entonces el encargado le habló y él pudo llevarse los pantalones. Yo lo escuchaba bastante aturdido pero atento. Él giró su cabeza y me miró de frente, a los ojos. Me sentí cansado, supe que mi cara decía que estaba cansado. Sonreí brevemente. Él me agradeció por el rico chocolate, me saludó con la mano, se levantó y entró a un edificio, levantándose los pantalones. Yo me quedé un rato más ahí sentado, después fui hacia el Hyde Park a desintegrarme en Oxford Street. Bueno, pasaron unos cuantos años de eso, si. Cada tanto lo recordaba, pero no creo habérselo contado a nadie. También lo recordé en los días blancos del hospital. Lo recordaba en un sueño quieto. Y en la respiración cansada, ansiosa de heroína. A veces creí que a través de la heroína intentaba llegar a ese... sueño. Pero no, yo sabía que había llegado a eso sin buscarlo. Sin embargo algunas veces me angustiaba ese recuerdo, así que empecé a intentar recordarlo como un sueño, y simplemente en esa manera. Además, después de la acuosa ola de homenajes y loas a su sombra, la mitad de los vagos de Londres iban a venir a decirte que se habían cruzado con el tipo y que habían tenido una charla interesante con él. Nuestro encuentro fue íntimo como un sueño. Yo tenía 19 años en esos primero días de la primavera del ´73, me esforzaba por merecer lo mágico y sabía que los dones hay que aceptarlos discretamente. Luego pasaron tantas cosas... Ahora escribo esto por lo de Tim. Esta idea de viajar muy lejos, más lejos que la heroína, de alguna forma hizo que me conectara con las sensaciones que viví en aquel encuentro.”
La noche en el cúmulo

Eran siete, tenían miedo. Se habían quedado entre los árboles para evitar a los búfalos que acechaban en la pradera. Casi todos, a decir verdad, disfrutaban algo del escalofrío difundido inevitablemente en la atmósfera pero ninguno se atrevía a disminuir su alerta.
Los omanes pensaban, pero no sabían que pensaban, o que podían pensar. Eran seres abocados a las actividades complementarias de la contemplación y la creación. Tenían un ojo en cada una de sus ocho patas. No tenían cabeza, o mejor dicho, la tenían diseminada en un ancho cuerpo redondeado y aplastado, como la parte superior de algunos hongos. Eran multicolores, todos diferentes. En algunos predominaba el azul o el naranja. Un omanes tenía manchas como nubes esparcidas en su cuerpo. Otros dos eran casi completamente de un sólo color, pero ambos tenían cabezas violetas.
Había llovido el día y la noche anterior hasta casi el amanecer. El bosque seguía húmedo y los árboles incapaces de contener su vigor, rociaban brotes. Los árboles eran muy altos sin embargo permitían a los omanes una visión muy amplia del cielo. Todos ellos lo miraban cada tanto. Uno dijo que estaba mareado de imaginarse sogas que unían las estrellas formando intrincadas constelaciones. Otro le respondió: “ ah, caleidoscopio”. Todos asintieron. El omanes casi completamente azul dijo que iba a pasear fuera del bosque. Una nueva ola de escalofríos recorrió a los omanes. Algunos de sus cuerpos se sacudieron levemente. El de las nubes esparcidas en su cuerpo le dijo: “volvé pronto, omanes, así te vemos”.
El omanes caminó despacio. Miró fijamente el cielo, los árboles, el suelo. Cerró los ojos, acarició la tierra y apuró su marcha. En seguida estuvo en la salida del bosque, estremecido por las cosquillas del pasto. Comenzó a conjugar las estrellas que veía cerca del horizonte de la llanura. Sin darse cuenta se descubrió oyendo la música de los omanes que, aunque lejana, llegaba vagamente desde el bosque. Recordó las frutas que había tomado a la tarde, recordó como gentilmente se desprendían de las ramas, recordó sus colores. Quiso también devolverlas a la tierra y cantó unos instantes él también.
Cuando el silencio volvió, continuó con el recorrido de las estrellas que iban posándose tan suavemente en la llanura. Estaba a punto de ver como una besaba la tierra cuando notó que un búfalo surgía desde una colina por el lado que llevaba a las montañas. Trotó acercándose al omanes y pasó cerca de él sin siquiera notarlo. El omanes sintió una vez más esa mezcla siempre nueva: miedo y curiosidad. Nunca había estado tan próximo a un búfalo. Le llamó la atención sus pelos. Tuvo ganas de verlo desde más cerca, de acariciarlo. El búfalo fue alejándose rumbo a la pradera. Allí se detuvo y bebió agua. El omanes lo había seguido con la mirada; le gustó verlo inclinarse hacia el estanque. Notó como el búfalo levantaba la cabeza justo cuando la estrella desaparecía en el horizonte y en el bosque, los otros omanes encendían el fogón.
Ya había comenzado a caminar hacia el bosque cuando se dio cuenta que tenía muchas ganas de estar con los otros. Caminó cada vez más rápido hasta que entró al bosque, a partir de allí, se acercó despacio a sus compañeros. Al verlo llegar, se juntaron y se quedaron mirándolo; querían preguntarle algo, pero no se les ocurría qué. El omanes azul se paró frente a ellos. Acariciando el piso dijo: “56”, y empezó a reírse. Los demás, aliviados, también rieron suavemente, como el viento que mecía el fuego.

a la renga Sofía
La muerte de un raviol
De qué sirve? Para qué? No hay olvidos, un empujón vacío. Pensamiento de robot. Oh, no se te ocurra mirarme. Oh, mi número está en tu agenda pero no me vas a llamar nunca, eso lo sé muy bien. Ya no me lastima demasiado. Ya el giro volverá a su doloroso germen. Otra vez a contar la historia sin personajes ni conflictos. Sólo que yo soy el personaje y el conflicto, pero esa revelación de primer año de Puán no atraviesa lo que siento. Está demasiado limpio el paisaje, debería cerrar los ojos y dejar que el pasado se esconda lo mejor posible. Las palabras en inglés, las comas, la música que riega estas nostalgias. An-algia. Cocaína. De lejos, tan sólo. Tan aquí. No sirve de nada. Bécquer te lleva a las chicas de ojos claros que no saben sus versos, y vos huís cuando te miran incómodas, o fingiendo incomodidad, para que huyas. Seguís siendo el chico más feo del mundo. Lustros. Bocanadas de marihuana en los recitales te alcanzan. Para qué más? Solamente una púa. Los cánceres pasan cerca. Los sonidos pasan cerca. Sabés que son los vectores, y los usas para metáforas de poemas incomprensibles. Querías que tuvieran más símbolos que palabras. Te enamoraba saber lo que iba a pasar. Delirios de una inteligencia que no tardó en ahogarse. Mirar serio. No conocer a nadie. Yendo en diagonal por Corrientes y no mirar a nadie. El momento entre la intimidación y el desprecio. Una infinidad de capas que te impidieron moverte y saltar como hubieras querido. Aún así, despreciaste las excusas. El sobresalto animaba la constante desolación, de ahí, creés, tantas canciones. La gente estaba tan cerca, todo el tiempo, todos los días, hasta los martes. Te conmovía constantemente la sospecha de tu espectralidad. Andarín de dispersos talwegs. Disfrutar exclusivamente del pasado. Conocerse de memoria el museo de bellas artes y la plaza francia, desvelarse en las librerías y rechazar lo que no podría ser tuyo. Vecino del trágico fervor, en el tiempo, en las venas hinchadas. Un desafío estilístico que se marchitaba en tu memoria. Una cadena de voces que ya no podrías reconocer. Y los perfumes que te esquivan, pero que una vez encontrados, son inolvidables. Un dolor de tu memoria se expulsa hacia la cocina, a lavar los platos, frenéticamente. Siempre te escondiste. Hasta desnudo, hasta mostrándote, siempre fue tu juego preferido. Quién hay a tu alrededor que no te haya aborrecido? De cuántos seres evitaste las lágrimas? Te quedaste quieto mientras veías a tus amigos pudrirse. Le diste la espalda a quien podría haberte mirado. La espalda y la befa, y la triste piedad. Tu virtud se comía a las otras, y tu virtud era morir constantemente. Y tu vicio? Oh, cuántas miradas de reojo, cuántas. Y ahora suponés que está descontrolado? El camino al manicomio lo eludiste, mal que mal, y en el calabozo no estuviste más que doce horas. Sé que te avergüenza lo escaso, pero las aulas siempre estuvieron allí. Y tu escenario casi siempre estuvo vacío. Y vos te vestías tercamente de azul. Las grietas descubiertas en cualquier caminata, frescura desesperada en un mundo seco. Te asombraba que no te enseñaran nada; mucho tiempo fue un orgullo, pero una mañana te desesperó. Ya te habías olvidado de cuando corrías sin dolor. El horror a la espontaneidad egoísta e irresponsable, y a las continuas manipulaciones de los adictos a la prolija consecución de caprichos. Todo lo vaciado queda adentro, a qué acumular? Aislado. Pedazo de escarcha. Y qué? Encontramos el dulce refugio hecho trizas, devastado en el espíritu desde la palabra. Ya nadie te mira sin desconfianza, y todas tus pesadillas topográficas te persiguen a través de la ciudad y a través de esos pozos de imaginativa angustia de hoy. Y hoy que el sol está bien alto, bien pesado y que los felices le vomitan sus gracias chiquilinas, vos abofetado por las cintas indefinidas que recorren los circuitos de tu percepción, te alejás a un supuesto plano que ni siquiera es oscuro. Te preguntás qué hacer con el idioma, con las interrelaciones que se pegotearon de alguna manera. Una conciencia que deja de ser súbita o aletargada. Una prisión que no entendés. Y ahora los senderos son estrechos, claro, no hay tierra de nadie. Hay montañas que no podrás ni ver. Epicentros de nada. Las palabras sueltas bordean tu idioma. Sólo que... Ahora, hoy. Se pierde, definitivamente cualquier vestigio musical. No olvidarás la noche en la que te preguntaste de dónde viene la música, aunque, claro, no le darás ya ningún sentido que puedas validar. Recostarse es para vos, un flujo fatigoso de venenos expandidos en la dolorosa trama de muelas, zapatos y verrugas. No hay nada. No existe nada, oh, no serías capaz de buscar un signo que se aplique a una especie de vitalidad que por algún motivo no te es ajena. Ahí el tren, ahí la fracasada distorsión de todos los niveles de la vida de alguien que se acurruca en ése cuerpo. No hay vacilaciones. Pasa y queda una endeble soledad. Pasos. Muchos. Como hace tiempo. Vaciarse en una cama. En una serie extravagantemente larga de besos, compras, orgasmos, ojos que en otro momento no hubieras podido mirar fijamente sin estremecimientos, ojos de los cuales sólo querés que sepan algo, miserias, tantas que no te hubieras imaginado que uno tan intrascendente pudiera contener. Sin gustos. Lengua empieza a temblar, es el final y ya ni te importa. Tantos temblores en vano. Es el final y ya ni te importa.
La casa del mono

El mono vivía en una casa de dos plantas. Había una pieza rectangular con paredes blancas de cemento, techo también blanco y piso de madera. Había además, en una de las paredes, una plancha rectangular de madera. Opuesta a esta pared, un pasillo amplio llevaba al jardín, a través de una lámina de vidrio con bordes de metal que se deslizaba. En el lado izquierdo del pasillo, (yendo desde la pieza rectangular)una escalera caracol de madera conducía a la única habitación de la planta alta. Una alfombra roja la cubría totalmente, y cinco espejos sellaban las paredes. El techo blanco se interrumpía en su centro; allí se elevaba una pirámide transparente. Al lado derecho del pasillo había un cuarto, el más pequeño de la casa, con bolsas de cemento casi vacías, tubos de acero y papeles. Tenía un piso áspero y un hueco en una pared con vidrio, a través del cual podía verse el jardín. El piso del jardín tenía una franja de cemento cerca de la lámina de vidrio que lo separaba del pasillo. Luego, hasta el fondo había pasto y tierra, con árboles frutales y arbustos. Junto al paredón gris del fondo había un pozo. A los costados, el jardín no tenía paredes sino profusas ligustrinas. Todo el jardín estaba atravesado por un camino sinuoso de cemento. En su centro había un cantero.
El mono solía pasar las mañanas en el cuarto de los espejos. Al despertar subía las escaleras (dormía en el cuarto de las paredes blancas) y siempre se sobresaltaba con el primer reflejo. Allí jugaba un largo rato con su imagen reflejada. Nunca tocaba los espejos. El mono siempre bajaba satisfecho de ese cuarto y corría hasta alguno de los árboles a comer alguna fruta. Seguía corriendo, bebía del cantero, miraba los insectos, en el pozo le devolvía a la tierra su alimento. En esas tareas ocupaba el mono su tarde. Cuando la tarde comenzaba a apagarse, a veces volvía a subir la escalera y miraba en los espejos cómo se expandían las sombras. A través de la pirámide transparente, una noche vio la luna. Bajaba lentamente, ya en penumbras; salvo en las noches calurosas, no volvía a salir al jardín. El mono entraba al cuarto de las bolsas de cemento solamente para ver la lluvia a través del hueco de la pared.
Sin embargo, hubo una vez en la que el mono entró al cuarto del hueco que daba al jardín sin que lloviera. Era un día soleado. Hacía mucho que no entraba. Al principio miró alrededor al cuarto con extrañeza dando una vuelta sobre su eje. Por el hueco entraba más luz que las otras veces que el mono había estado allí. Quizás esa fue la causa de la extrañeza del mono apenas entró. De todas formas (y aunque como acabo de comentar, el cuarto estaba más iluminado que las otras veces que el mono había entrado), no podía divisar la pared opuesta a la del hueco; eso inquietó al mono, que gustaba de mirar la lluvia en ese cuarto porque se sentía acogido por sus escasas dimensiones. Caminó muchos pasos, hacia la oscuridad en la que se internaba la nueva disposición del cuarto. Cuando ya había cubierto un trecho considerablemente más largo del que había de una punta a la otra del jardín casi no veía el hueco en la pared que daba al jardín y la penumbra dominaba tanto como cuando se acercaba la noche en el cuarto de los espejos. El mono caminó en la misma dirección durante un tiempo que no medía pero al detenerse se tomó los muslos doloridos y sintió hambre. Alzó sus ojos pero no logró divisar el techo (si es que había techo o si estaba lo suficientemente cerca como para verlo a simple vista) puesto que la oscuridad era ya total.
El paraguas y la señora Gross

Era una tarde fría, dura, de silencios y de sofocante cerrazón. La señora Gross, ajena a cualquier emoción no prescripta por las específicas fábricas difusoras, vacilaba cerca de la puerta de su casa mientras se aprestaba a salir. ¿Llevaría el paraguas? El doctor se había llevado el paraguas marrón cuando salió hacia el consultorio a la primera mañana. Ella había oído la lluvia picando en las baldosas del patio. Ahora el cielo encapotado era inescrutable; era razonable y esperable tanto que lloviera como que no.
Llevaría el paraguas de ser totalmente necesario. No iba a sacar en vano el paraguas rojo. No reprochaba al doctor puesto que nada le había dicho del incidente de la semana pasada. Él bien podría haber llevado tanto el marrón como el rojo. Su mano tocó primero el mango del marrón y sólo por eso, lo tomó. Nadie en Realicó pensaría que el doctor había modificado sus ideas conservadoras, aunque lo vieran con el paraguas rojo. Su posición, su prestigio, lo dejaban a salvo de cualquier sospecha. Ella, sin embargo, no participaba de esa inmunidad a pesar de su cercanía: en la anterior reunión, la señora Gross había llevado el paraguas rojo. Ninguna de las mujeres le dijo nada pero era evidente que sus miradas se fijaban insistentemente al paraguas.
A los pocos días, un proveedor que venía de Ingeniero Luiggi le dijo que había oído de boca de la señora que atendía en la estación de servicio de Huinca Renacó que la señora Gross iba a las reuniones con paraguas rojo. Esto produjo en ella la aparición de una difusa y persistente angustia. De todas formas, evitó el tema con el doctor y consideraba que difícilmente la información le llegaría por otras vías. Su seguridad en este último punto residía tanto en el reconocimiento general del doctor Gross por parte de la comunidad, como en el carácter del doctor, esquivo a las charlas que no se refieren a su campo profesional y mucho más, a las infidencias.
El vestíbulo era recorrido por la mirada de la señora Gross, como un escape. Si bien volvía cada pocos segundos al paragüero, las imágenes de la puerta blanca con el vitral, el perchero con su sombrero blanco con encaje, el piso de madera, el escalón de piedra, el techo y su maldita humedad, desfilaban vertiginosos en su mirada. La desaforada certeza del mareo se instaló en su cuerpo que exteriormente permanecía ya no sereno pero quieto, como congelado. Sólo sus ojos se movían. Y a pesar de la dilatada secuencia de imágenes, el problema del paraguas era lo único que ocupaba sus pensamientos.
La chica estaba en la planta alta, ordenando el dormitorio y el baño. Durante un largo rato, quizá horas, no había peligro de que la viera en esa situación. Sin embargo, esto no tranquilizaba en absoluto a la señora Gross, puesto que no tenía expectativas de que la situación cambiase alguna vez.
Mientras tanto, muy lejos de allí, los omanes dormían o miraban alrededor, contentos veladores.
Confesiones de un cono

Yo estaba en una planicie. Me daba vértigo el verde. No fue, sin embargo el color ni la fragancia, sino su conjunción lo que me empapó la mirada de una leve lágrima extendida. Un perfume diseminado en el aire espeso. Yo creía que estaba inusitadamente solo. Curioso de tal disposición, me preguntaba cómo lo había logrado... ¿tal vez por no proponérmelo? Al instante divisé, la forma de otro. Ambos saltamos hacia donde estaba el otro, saltamos hasta encontrarnos. Desde el principio noté que nuestro pulso concordaba. Sin haberlos contado supe que dimos la misma cantidad de saltos. Hubo una serie de aproximaciones escuetas. Ninguno se animaba a lo bizarro; hubiera convenido que fuésemos tres.
Nos balanceamos casi llegando a tocarnos movidos por un viento que, al menos yo, no logré notar si era externo o interno. No oculto la ascendencia hipnótica de nuestra reunión. Fijé mi mirada en él. El cielo estaba apenas pincelado por una nube larga. La escena se formó como la fascinación que estaba estallando, del otro y de mi, a un tiempo, pero con una sincronía exenta de mecanicidad, espontánea, transitoria y desprolija. Su silueta ya tan cerca de mi, era un campo estrellado. No había pájaros ni árboles. Por supuesto que la soledad se había quebrado, pero sólo el otro estaba allí. Ellos estaban callados.
Hubiera sido extremadamente fácil percibir elementos desagradables. La configuración así lo exige. La de todos los que conozco y todos los que puedo entrever. Hay un esquema rígido de suposiciones, panel magnético vertido, jugo de tiza.
De un momento a otro comenzaron a surgir porciones de palabras, rastros de sueños encantados en la estrofa abierta de esa sinfonía callada. El peso de un dolor antiguo estaba presente, y gradualmente se fue haciendo insoportable. No podíamos casi al final seguir fingiendo que no lo sentíamos. Un gesto inocente del otro bastó para que yo supiera que ya jamás volvería a ser viento. Ese tiempo cercano e inalcanzable palpitaba en mi presente, coagulándose.
Quiso acercarse, tal vez para acariciarme. Derivó una explosión inextinguible. El brote de una pena demasiado extendida, la atracción eruptiva y arrebatada. La mezcla rebotó y venció a mis principios perceptivos: ya no sabía si en su base había un punto o una circunferencia, o si estaba recostado o de cualquier otra manera posible o no.
No hubo miedo ni dolor en mi regreso a la soledad: así de rápido había matado al otro cono.