miércoles, 19 de septiembre de 2007

Simbad y las noches

De chico, Simbad vivía con su madre. Su padre no estaba. Su diferencia creció suavemente sin pavores ni ocultamientos. No dormía, su madre si. Ella lo despedía y se dormía y Simbad se abría a la noche.

Se acostaba, cerraba los ojos, los abría. Con las noches y las noches comenzó a salir al patio, que daba a la calle y más allá, los galpones, las vías, la estación, la ruta… arriba las estrellas. Todas. Los ratos que preceden al amanecer y de vuelta al cuarto. La madre lo llama y van juntos a la escuela. La madre es una maestra. Eran dos pedacitos blancos en el panorama constante.

Una noche se le ocurrirá escabullirse del patio a la calle a las vías, cruzar la estación y quedarse sentado la noche en algún juego de la plaza que da a la ruta. Verá pasar muchos camiones y camionetas. Volverá con el silencio que aprendió, antes del amanecer que despierta a los gallos y a la madre. – El silencio es un viaje- se dice.

Los otros chicos eran de tierra, como él. Contaban algunas veces sus sueños, y Simbad también contó. Simbad sueña con caminos y camiones, con estrellas y con el interior de los silos.

Seguía yendo a la ruta y en la oscuridad se iba y volvía en los camiones. Noches de los fulgores.

Un tiempo en el que había noches con pocos camiones puso a Simbad a contar cuántos pasaban. Cuatro una noche. Tres otra. Dieciséis una algo más próspera.

Ahora casi siempre los contaba, una especie de costumbre que era más bien distraída. Contaba y lo sentía irreal. Ver las luces, el ruido, el viento y era uno. Otro, otro… Otra vez estaban pasando seguido; - uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, erab, siete, ocho, nueve, diez, once… Caminando el lucero, Simbad miraba los galpones, respiraba lo grandes que eran, se decía que erab no lo decían en la escuela o en ningún otro lugar en el que él había estado, miraba su casa que parecía flotar apenas sobre la tierra callada del paisaje.

Si decimos una cosa imposible y la desechamos, porque es imposible, nos perdemos de una fértil dotación de vida. Dicho lo imposible, habiéndolo encontrado, seguir esa imposibilidad nos dará generosos desconciertos que podremos recorrer hasta redescubrir la imposibilidad. Así, la habremos conquistado, y será nuestra imposibilidad.

Silbaba Simbad, y se escuchaba con la boca. Simbad poblado, regalado de imposibles. Veía la vida de gases, de planetas, oía con la boca, plantaba caminos.

No nos inmiscuiremos en los incalculables episodios que se generaron a través de ese momento en la vida de Simbad. La discreción suele favorecer a las actividades libres. Claro que éstas atraen y cobijan confidencias. Como rincones de largas penumbras alcanzados por suaves destellos, o la noche celeste en el segundo del relámpago.

Alguna vez Simbad pasa una semana en un silo que encontró caminando las vías al norte o al sur. Vuelve y la madre abrazándolo le dice que no está muerto; el no está tan seguro.

En el silo se da cuenta de que una chica lo atrae y se queda quieto hasta que le duele, dibujando en la oscuridad sus ojos. La besa.

Silo y mujeres unidos para siempre por Simbad.

Un día Simbad se subió al camión. El pueblo, la estación, quedaron lejos la jornada. Fue la ruta y las rutas. Y el país. Vio como un silbo varias veces la estación y el pueblo desde la ruta. La llanura de las miradas y las montañas. Vuelve al pueblo. Saluda al amigo que se va con el camión. Abraza a la madre que no está cuando se fue ni cuando vuelve.

La música empezó a salir con él. Las chicharras de la noche le enseñaron el compás. Miraba otra vez como miraba desde el camión a dos ríos juntándose entre las sierras, era igual a la melodía y a las próximas.

Simbad vuelve a las noches, a la estación, a la ruta, a las estrellas, al silencio. Se queda. Es uno de los cientos de millones de habitantes del pueblo.

A Lugones, Santiago del Estero

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