domingo, 15 de abril de 2007

El paraguas y la señora Gross

Era una tarde fría, dura, de silencios y de sofocante cerrazón. La señora Gross, ajena a cualquier emoción no prescripta por las específicas fábricas difusoras, vacilaba cerca de la puerta de su casa mientras se aprestaba a salir. ¿Llevaría el paraguas? El doctor se había llevado el paraguas marrón cuando salió hacia el consultorio a la primera mañana. Ella había oído la lluvia picando en las baldosas del patio. Ahora el cielo encapotado era inescrutable; era razonable y esperable tanto que lloviera como que no.
Llevaría el paraguas de ser totalmente necesario. No iba a sacar en vano el paraguas rojo. No reprochaba al doctor puesto que nada le había dicho del incidente de la semana pasada. Él bien podría haber llevado tanto el marrón como el rojo. Su mano tocó primero el mango del marrón y sólo por eso, lo tomó. Nadie en Realicó pensaría que el doctor había modificado sus ideas conservadoras, aunque lo vieran con el paraguas rojo. Su posición, su prestigio, lo dejaban a salvo de cualquier sospecha. Ella, sin embargo, no participaba de esa inmunidad a pesar de su cercanía: en la anterior reunión, la señora Gross había llevado el paraguas rojo. Ninguna de las mujeres le dijo nada pero era evidente que sus miradas se fijaban insistentemente al paraguas.
A los pocos días, un proveedor que venía de Ingeniero Luiggi le dijo que había oído de boca de la señora que atendía en la estación de servicio de Huinca Renacó que la señora Gross iba a las reuniones con paraguas rojo. Esto produjo en ella la aparición de una difusa y persistente angustia. De todas formas, evitó el tema con el doctor y consideraba que difícilmente la información le llegaría por otras vías. Su seguridad en este último punto residía tanto en el reconocimiento general del doctor Gross por parte de la comunidad, como en el carácter del doctor, esquivo a las charlas que no se refieren a su campo profesional y mucho más, a las infidencias.
El vestíbulo era recorrido por la mirada de la señora Gross, como un escape. Si bien volvía cada pocos segundos al paragüero, las imágenes de la puerta blanca con el vitral, el perchero con su sombrero blanco con encaje, el piso de madera, el escalón de piedra, el techo y su maldita humedad, desfilaban vertiginosos en su mirada. La desaforada certeza del mareo se instaló en su cuerpo que exteriormente permanecía ya no sereno pero quieto, como congelado. Sólo sus ojos se movían. Y a pesar de la dilatada secuencia de imágenes, el problema del paraguas era lo único que ocupaba sus pensamientos.
La chica estaba en la planta alta, ordenando el dormitorio y el baño. Durante un largo rato, quizá horas, no había peligro de que la viera en esa situación. Sin embargo, esto no tranquilizaba en absoluto a la señora Gross, puesto que no tenía expectativas de que la situación cambiase alguna vez.
Mientras tanto, muy lejos de allí, los omanes dormían o miraban alrededor, contentos veladores.

No hay comentarios: