domingo, 15 de abril de 2007

La muerte de un raviol
De qué sirve? Para qué? No hay olvidos, un empujón vacío. Pensamiento de robot. Oh, no se te ocurra mirarme. Oh, mi número está en tu agenda pero no me vas a llamar nunca, eso lo sé muy bien. Ya no me lastima demasiado. Ya el giro volverá a su doloroso germen. Otra vez a contar la historia sin personajes ni conflictos. Sólo que yo soy el personaje y el conflicto, pero esa revelación de primer año de Puán no atraviesa lo que siento. Está demasiado limpio el paisaje, debería cerrar los ojos y dejar que el pasado se esconda lo mejor posible. Las palabras en inglés, las comas, la música que riega estas nostalgias. An-algia. Cocaína. De lejos, tan sólo. Tan aquí. No sirve de nada. Bécquer te lleva a las chicas de ojos claros que no saben sus versos, y vos huís cuando te miran incómodas, o fingiendo incomodidad, para que huyas. Seguís siendo el chico más feo del mundo. Lustros. Bocanadas de marihuana en los recitales te alcanzan. Para qué más? Solamente una púa. Los cánceres pasan cerca. Los sonidos pasan cerca. Sabés que son los vectores, y los usas para metáforas de poemas incomprensibles. Querías que tuvieran más símbolos que palabras. Te enamoraba saber lo que iba a pasar. Delirios de una inteligencia que no tardó en ahogarse. Mirar serio. No conocer a nadie. Yendo en diagonal por Corrientes y no mirar a nadie. El momento entre la intimidación y el desprecio. Una infinidad de capas que te impidieron moverte y saltar como hubieras querido. Aún así, despreciaste las excusas. El sobresalto animaba la constante desolación, de ahí, creés, tantas canciones. La gente estaba tan cerca, todo el tiempo, todos los días, hasta los martes. Te conmovía constantemente la sospecha de tu espectralidad. Andarín de dispersos talwegs. Disfrutar exclusivamente del pasado. Conocerse de memoria el museo de bellas artes y la plaza francia, desvelarse en las librerías y rechazar lo que no podría ser tuyo. Vecino del trágico fervor, en el tiempo, en las venas hinchadas. Un desafío estilístico que se marchitaba en tu memoria. Una cadena de voces que ya no podrías reconocer. Y los perfumes que te esquivan, pero que una vez encontrados, son inolvidables. Un dolor de tu memoria se expulsa hacia la cocina, a lavar los platos, frenéticamente. Siempre te escondiste. Hasta desnudo, hasta mostrándote, siempre fue tu juego preferido. Quién hay a tu alrededor que no te haya aborrecido? De cuántos seres evitaste las lágrimas? Te quedaste quieto mientras veías a tus amigos pudrirse. Le diste la espalda a quien podría haberte mirado. La espalda y la befa, y la triste piedad. Tu virtud se comía a las otras, y tu virtud era morir constantemente. Y tu vicio? Oh, cuántas miradas de reojo, cuántas. Y ahora suponés que está descontrolado? El camino al manicomio lo eludiste, mal que mal, y en el calabozo no estuviste más que doce horas. Sé que te avergüenza lo escaso, pero las aulas siempre estuvieron allí. Y tu escenario casi siempre estuvo vacío. Y vos te vestías tercamente de azul. Las grietas descubiertas en cualquier caminata, frescura desesperada en un mundo seco. Te asombraba que no te enseñaran nada; mucho tiempo fue un orgullo, pero una mañana te desesperó. Ya te habías olvidado de cuando corrías sin dolor. El horror a la espontaneidad egoísta e irresponsable, y a las continuas manipulaciones de los adictos a la prolija consecución de caprichos. Todo lo vaciado queda adentro, a qué acumular? Aislado. Pedazo de escarcha. Y qué? Encontramos el dulce refugio hecho trizas, devastado en el espíritu desde la palabra. Ya nadie te mira sin desconfianza, y todas tus pesadillas topográficas te persiguen a través de la ciudad y a través de esos pozos de imaginativa angustia de hoy. Y hoy que el sol está bien alto, bien pesado y que los felices le vomitan sus gracias chiquilinas, vos abofetado por las cintas indefinidas que recorren los circuitos de tu percepción, te alejás a un supuesto plano que ni siquiera es oscuro. Te preguntás qué hacer con el idioma, con las interrelaciones que se pegotearon de alguna manera. Una conciencia que deja de ser súbita o aletargada. Una prisión que no entendés. Y ahora los senderos son estrechos, claro, no hay tierra de nadie. Hay montañas que no podrás ni ver. Epicentros de nada. Las palabras sueltas bordean tu idioma. Sólo que... Ahora, hoy. Se pierde, definitivamente cualquier vestigio musical. No olvidarás la noche en la que te preguntaste de dónde viene la música, aunque, claro, no le darás ya ningún sentido que puedas validar. Recostarse es para vos, un flujo fatigoso de venenos expandidos en la dolorosa trama de muelas, zapatos y verrugas. No hay nada. No existe nada, oh, no serías capaz de buscar un signo que se aplique a una especie de vitalidad que por algún motivo no te es ajena. Ahí el tren, ahí la fracasada distorsión de todos los niveles de la vida de alguien que se acurruca en ése cuerpo. No hay vacilaciones. Pasa y queda una endeble soledad. Pasos. Muchos. Como hace tiempo. Vaciarse en una cama. En una serie extravagantemente larga de besos, compras, orgasmos, ojos que en otro momento no hubieras podido mirar fijamente sin estremecimientos, ojos de los cuales sólo querés que sepan algo, miserias, tantas que no te hubieras imaginado que uno tan intrascendente pudiera contener. Sin gustos. Lengua empieza a temblar, es el final y ya ni te importa. Tantos temblores en vano. Es el final y ya ni te importa.

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