miércoles, 23 de diciembre de 2009

Frenando y Carilina

Revoleado, el cielo, las copas de los árboles, techos, cabezas de nenes y de grandes, las manos de Frenando, una y otra vez al aire, los otros que también dan vueltas, el mástil, la bandera, los puestos de los artesanos y enfrente, la iglesia y los negocios. Una y otra vez.
Hasta que Frenando nos junta y llama a Carilina que viene a buscarnos cautelosa y nos mete en el arcón con las telas y las pelotas y las antorchas. Y vuelve a llorarle a Frenando por temor a la cara de algún espectador y Frenando le empieza a decir “pará, Carilina”, y lo hace durante todo el acto, aunque es Carilina la que hace las piruetas más peligrosas, siempre a grito pelado. A él le da vergüenza pasar la gorra, así que mientras Carilina corretea entre las filas, a veces volvemos a volar un rato.
Después nos llevan a una oficina municipal que está cerca de la plaza, hasta la tarde siguiente.
Unos de esos días de febrero, los chicos nos estaban yendo a buscar cuando un señor, panzón y pelado, los increpó.
- ¡Ah, ustedes! Ustedes que les sacan la guita y después dejan de tomarse el cafecito en mi bar y se tiran en la plaza. Ustedes si que vienen a joderme, ¡y lucrando con su vagancia!
Fernando se quedó atónito, aturdido. No supo como reaccionar (ni esa vez ni las otras en que un conflicto lo sorprendía) y sólo atinó a mirar a Carolina. La elocuencia de la mirada que a su vez ella le lanzó al comerciante bastó para contestarle. Y haberlo mandado a la puta que lo parió hubiera sido más suave.
Las funciones de esa tarde fluyeron. Quizás el altercado ayudó, pero entre ellos no lo mencionaron.
Mientras volvían al camping, Fernando se acordó del sueño que había tenido esa mañana. Carolina cantaba y Fernando se lo quería contar, pero no quería interrumpirla. Ella se dio cuenta. Calló suavemente, como calla un árbol.
- Soñé que estaba en el tren de la alegría. Era de noche y había un par de personas que yo no conocía. Íbamos por la General Paz, que estaba desolada. Sería la madrugada. Uno de los que me acompañaba se acercó a mi y me dijo: “yo cuando tenga un hijo me lo voy a comer. Así viviré más”.
- Que lindo soñar con la General Paz en el medio de estas sierras y ríos- dijo Carolina mirando a la distancia.
Les pareció que tardaron menos en llegar al camping. En la entrada escucharon al señor y la señora Doma discutiendo en su oficina. Eran unos viejos que administraban el lugar.
- Pensar en matarlos me da tanto placer…- la vieja hablaba como si estuviera a punto de toser.
- ¿Hablarán de nosotros?- se reía Carolina. - ¡Qué gente macabra!
- ¿Y si hablaban de nosotros en serio?
Pero ya Carolina le estaba mostrando una abeja y a un nenito que salía corriendo desnudo. Y llegaron a la carpa, acomodaron, saludaron a los vecinos y empezaron a pensar en la cena.
Carolina hizo arroz con verduras salteadas y Fernando la ayudaba, con gesto preocupado. Cuando Fernando salió de la carpa con el toallón y la ropa para ir a ducharse, Carolina le dijo que los viejos Doma no estaban hablando de ellos, seguramente. Sonrió y se acomodó la vincha.
Fernando volvió charlando con una pareja de viejos de Santa Fé que habían llegado ese día. Le presentó a Carolina y ella los invitó a ver el número una de esas tardes. Ellos asintieron sonriendo y los chicos los vieron entrar a la carpa, que estaba bastante cerca.
Iban a tomar unos mates, pero entraron a la carpa y una hora después estaban durmiendo. Ella soñaba con un bosque encantado, etéreo, salpicado de hadas y otros seres luminosos, en el que se internaban perdidos, los tres chiflados (la formación de Shemp, Larry y Moe) mirando a los costados, con desconfianza. En esa magia estaba cuando la despertó un pedo. Primero creyó que había sido Fernando y lo despertó de su profundo sueño, recriminadora, pero él no había sido.
-Yo escuché eso. Y parecieron dos. No fue un sueño. Estaba soñando, pero otra cosa… - Iba a seguir hablando, pero oyeron otras voces.
- ¿Habrán escuchado? Sonó más fuerte de lo que yo creía.
- Qué van a escuchar esos inútiles. – Fernando finalmente reconoció al viejo santafesino y se lo dijo al oído a Carolina. Después oyeron como entraban en la carpa.
- ¿Hablaban de nosotros?- le preguntó
- No. No sé. No creo…- Carolina volvía a dormirse. – ¿Me decís la hora?
Fernando se estiró hasta el celular.
- Las cuatro y cuarenta.
A la mañana, preparando el desayuno, vieron el cubretecho de la carpa desgarrado, formando torpemente una cruz esvástica. Fernando fue rápido e intentó taparla. Le puso ropa, repasadores encima. Después fue Carolina y le cosió un pedazo de tela arriba.
Comían sándwiches bajo un árbol, cerca del río. Para Carolina era evidente que había comenzado una cacería y ellos eran la presa. Calmo, Fernando conjeturaba que la cruz podía significar otra cosa, como el símbolo ario primigenio, pero Carolina miraba el vaso y decía una y otra vez que se tenían que ir.
¿Habían sido los viejos Doma? ¿Los santafesinos instigados por los otros o por los del bar? ¿O todos juntos?
Ya había acordado hacía unas miradas, que se tenían que ir. A Fernando le extrañaba conocer a Carolina hacía menos de un año. Eran los dos sobrios de la fiesta, quizá por diferentes motivos. Ella le había dicho que nadie cogía. Que sólo se bombardeaban con signos. A él le pareció interesante, pero no estaba del todo convencido de su coherencia lógica. La demostración de Carolina extendió sus dudas. Después ella le hablaba de Italia y Orleáns, y del cerro. Su infancia bifronte montevideana. Su padre pobre y su vieja toda paqueta. Su huída a Buenos Aires, el IUNA, el río. Fernando la oía como oímos a alguien que nos cuenta algo en un sueño.
Sólo se despidieron de la gente de la oficina cuando nos fueron a buscar. Desarmaron la carpa a la tarde, cuando había pocos en el camping. Con todo a cuestas tomaron el micro hasta Córdoba capital.
Ella temblaba en el camino de Altas Cumbres, lo que asombró a Fernando. Un rato después ella se durmió. -Una maga uruguaya- pensó Fernando- que conveniente.
Esa noche comieron algún sándwich en la estación de micros. Pelearon porque ella quería hacer dedo y él, volver lo antes posible a Buenos Aires. En el medio de la pelea notaron que una señora los miraba. Ambos habías vivido la delicia de presenciar peleas ajenas, pero el morbo de la señora era destinto. Ella disfrutaba, no de la pelea sino de algo más. De algo que ellos se dieron cuenta de que se les escapaba. Se fueron a pelear a otro lado, pero no pelearon más. Carolina le indicó una ventanilla para sacar los boletos a Buenos Aires.
En las dos horas que pasaron hasta que salió el micro, los chicos deambularon por la estación. Se cruzaron con la señora un par de veces y cuchichearon alguna burla por el exagerado equipaje y sus ropas enlutadas. Ella también sonreía, maliciosamente.
El micro salió a medianoche. Al subir, vieron que la mujer iba con ellos. Seguía sonriendo. Se sentó en la primera fila del segundo piso. Dejó las cortinas abiertas. Los chicos tenían los asientos unas filas atrás, aunque a Fernando no le gustaba estar tan adelante; lo sobresaltaban las luces de los micros y camiones que iban en la dirección contraria. Además imaginaba a la señora enlutada levantándose y sonriéndole. Carolina cantaba bajito al principio. Luego le hablaba bajito a Fernando. Finalmente, sin darse cuenta, quizá a mitad de un diálogo, se dormía.
También Fernando se durmió un rato después. Al despertar vio unos ojos de loca que tanto quería. Carolina le dijo que estaban llegando. Miró por la ventanilla y si, prácticamente estaban en Retiro. Se alegró de haber dormido el viaje. Quería alejarse de la señora y de la sensación que se había resbalado entre aquellos días.
En el subte ella se acurrucó y puso su cabeza en los muslos de Fernando, y aunque en esa comodidad ella tendía a cerrar los ojos, se quedó mirando al viejo sentado frente a ellos. La mueca de esa boca. Esa mueca que Fernando también miraba. Tensó las rodillas y golpeó suavemente un hombro de Carolina cuando el subte comenzó a frenar. Bajaron corriendo torpemente con las mochilas y las bolsas y con nosotros. Subieron y se dieron cuenta de que tenían que caminar mucho. Faltaban varias estaciones pero ni consideraron volver a bajar. Llegaron exhaustos a la casa de Fernando y nos dejaron en el altillo. Fernando trabaja en el estudio del padre y de su socio. Carolina trabaja en un negocio de ropa y cursa como puede unas materias.
A veces viene el hermanito de Fernando y nos desparrama con los bolos o nos tira por las escaleras.

lunes, 20 de julio de 2009

La otra noche

O.K. (otra vez), ¿qué pasó cuando le estabas dando a la minita y te diste cuenta de que ese corazón no latía? Y respiraste profundo y seguiste, ajustado al simulacro de placer que ya estabas por dejar de creerte. El ansioso silencio estaba maduro, acechándote en el largo viaje del 168. (y la piba medio stona que se sube quien sabe si antes o después del puente Saavedra y todo que podría volver a comenzar pero no). Ya sabés que las coordenadas las doy para que el vuelo sea más vigoroso: esa patadita en la tierra. ¿Seguís virgen de ala delta? ¿Hasta cuándo? Te habrás bajado 30 o 40 cuadras antes para caminar. La noche es fría y hay luna. Como tu primo de hace 100.000 años escrutás la negrura del universo. La negra imaginación, la negra gota en el medio de tu ojo, el negro miedo.
Como una ensoñación sincopada la sucesión de esquinas desnudas, los párpados flojos, el desierto infierno, el tiempo espíritu que va y vuelve. Ves seres acurrucados en el miedo artificial, soles de alcantarilla. Y muchos o todos con una víbora en lugar de la columna vertebral. Cuerpos prohibidos, ídolos acechados, dolores muertos de secreto. ¿Qué diferencia con la ya inexistente camisa de fuerza, o estrellarse en la idea, o estudiar Relaciones del Trabajo? ¿Adónde la encontraste y la perdiste? ¿Otra vez volver a esto? La mujer loca que baila en tu memoria y que no sólo baila sino que también te hace bailar. Y escribir mal. Y bien. Sabés que te atrae y te lleva y te entierra en lágrimas que nunca lloraste. Este paseo otra vez. Esta noche otra vez. Vuelve en el sueño o en la falta de sueño o mientras te la chupan o la chupás, o estás viendo la película de Truffaut, de Herzog o de Spielberg. Mientras escuchas a Gismonti, a Bregović, Bill Evans, Chopin, Bach o Los Tipitos. O te pasan por Crónica un recital de Los Palmeras en el bar donde te olvidás de lo que no te olvidás
Una vez más caés. Inocente de tus pasos vas cayendo en el conjuro. En el sopor de tu silencio de certezas insoportables se te hunde la ciudad. Los caminos están desangrados hace siglos. Los fundadores eran caníbales, casi como los de hoy. Concentrarse en la propia conciencia no es más que un refugio, ajeno y pretencioso y tristemente devastado. Detrás de las sombras de lo sagrado te sentís agredido. Creés que el camuflaje es cada vez más tenue, cada respiración resuelve su efectividad. En la ciudad tu consuelo ni siquiera es tocar culos en el subte a chicas más feas que las que te cogés; es imaginarlo. Responderían una caricia desconocida con insultos y para mostrarte su buena predisposición te muestran los dientes. Te acordás de todo eso. De lo que hiciste y de lo que no. Unas risas detrás de una persiana te acuchillan. No podés escapar de la ciudad porque no existe.
Un kiosco, una botellita de vidrio lleno de líquido negro y con burbujas. Seguís hacia ningún lado y llegás a San Telmo.
Te arrastraron recuerdos que ya olvidaste por un rato. Mirás a los ojos a los que te cruzan y algunos te miran y otros no, y casi siempre es lo mismo. Alguna vez te preguntaste de qué sirve callarse, pero esa reflexión era más que nada una necesidad, un anzuelo. Pero otra incertidumbre te apuñala en una intimidad de involuntaria lucidez: ¿quién podrá compartir tus demonios? Y las demás preguntas vienen en combo, pero ni te importan.
Qué ridículo te resulta ahora saber el nombre de los guitarristas que tocaron en Los Redondos, la capital de Mongolia, las etapas de la hominización, cómo analizar sintácticamente esta oración, las tesis de filosofía de la historia de Benjamín, la formación de Boca del 87, la defensa Caro-Kahn. ¿Serás el único hombre que fingió un orgasmo?
Conseguirías una pepa y te irías a dormir al puente de La Boca, disfrutando de los barcos silenciosos y el callado tufo. Ves una puerta negra, y una escalera que se hunde enmarcada en un telón rojo. ¿Seguís creyendo en los milagros de la espontaneidad? Vas a bajar pero querés dar una vuelta manzana. ¿Será que decepcionado de los motivos racionales no querés llegar a ellos? ¿Acaso te ilusiona evitarlos? Por el momento nada podés hacer con el mapa que te aprisiona salvo saberlo. Una vuelta manzana. Todo lo que te cruzás parece cubierto de una leve y constante capa de talco.
Volvés a la puerta, bajás la escalera, que tiene un descanso, dobla y sigue bajando hacia la derecha. Desde el descanso apreciás una sala espejada con luces rojas y azules. Hay un grupo (¿30, 40, 1000?) de coyas (¿bolivianos, jujeños?) algunos vestidos con jeans buzo y campera (como vos), otros con ponchos y gorritos de lana. Unos tocan el charango, la quena, el violín, el sicu. Unos están extasiados, bebiendo. Todos te miran. La música cesa pero la reemplaza un murmullo rápido, de frases breves y repetidas. Uno te señala y grita algo. Todos empiezan a subir corriendo la escalera. Recién ahí te das cuenta de que estabas rígido, con un pie bajando el primer escalón luego del descanso. El contraste con tu rápida huída es tan grosero que ni te das cuenta. Te das vuelta y subís la escalera a zancadas tan largas como no sabías que podías dar. Durante la persecución desesperada te acordás de Chaplin y de varias pesadillas, lo que te reconforta vivamente. De pronto te encontrás en el medio del parque Lezama., solo; hace rato que perdiste a lo que te seguían. Te sentás en un banco.
Te vas a parar en un rato. Vas a dudar entre ir a costanera sur o a La Boca, pero vas a emprender otra larga caminata hasta tu casa. Intentarás poner la mente en blanco. Te dirás que no vale la pena pensar en lo que paso o en lo que va a pasar. Vas a sonreír pensando en lo que te agobia apenas es el presentimiento de un recuerdo. Y tu sonrisa será amarga. Y te dirás que la nostalgia es soberbia. Y te dirás que no. Las esquinas se seguirán esfumándose un buen rato.
Al amanecer entrarás a tu casa y sin sueño cerrarás las persianas de tu cuarto porque sólo en la oscuridad quizás logres dormirte. Pero antes leerás un rato. Te sentirás cobarde. Te sentirás vivo. Querrás llorar y quizás puedas.

sábado, 6 de junio de 2009

Esto lo está contando mi abuela Olga Morelli, encerrada y mutilada en el Moyano por cuarenta años.


Nubes

Las nubes son maravillosas. Aunque mi mirada haya cambiado tantas veces, las visiones de las nubes permanecieron en mí como un interminable circuito de fascinaciones a cuya constancia jamás me acostumbré. Es que para decir con palabras las nubes… pero justo eso no importa; esto yo no lo estoy diciendo.
La primera singularidad que me llega en su percepción es la forma variable, muestra de su profunda hermandad. Y llega mostrando que es sólo una de sus singularidades
¿Cómo aislarlas, agruparlas, generalizar sus propiedades y constituciones? Es imposible describirlas, como los ojos. Por eso la poesía baila con ellos. Tanto hacer una descripción interna de su configuración como descifrar sus mutuas relaciones se me presentan como ejercicios menos sorprendentes que su observación ensoñadora. Y luego (luego, pero sin dejar de verlas) a veces llegan conmigo ciertas impresiones, ciertas emociones, como un secreto que cualquiera podría saber. Montañas leves alborotan las ciudades errando en cauces transparentes, manantiales de la imaginación. Amigas nuevas agitando cuidadosamente asombros recíprocos.
Me pierde sentir en ellas. Me deja quieta, deambulando por las habitaciones y el jardín, salpicados de soledades.
Ya no me importa, pero yo debo estar acá por las nubes. Por haberme encontrado con la diosa de las nubes, por soñar y obnubilarme en ella. Sólo que decir diosa es decir y yo no digo. La nombro diosa por decir, porque yo soy humana y digo; pero nada más. Los hombres no deben entender que pueda haber algo sagrado aparte de los hombres. Hay mundos hechos de nubes. De nubes vivas. Si bien esto puede decirse y sentirse, parece que no puede creerse. Ya no me importa. Ni los relámpagos ni las pinzas podrán quitarme la dulce voz de la diosa.
Ya no me importa quedarme acá. Extirpado el cuerpo sólo me quedará el alma. Ya di vida., y esa vida está afuera. Sigue, es fértil. Ahora soy la ruta de otros. Alguno de ellos, alguno que nazca cuando ya no esté, dirá sin decir esto, que yo no digo diciéndolo.
Nos mezclaremos de a ratos, jugaremos invisibles, formaremos un coro silencioso para contar la alegría de las nubes. Las serenas, las tormentosas, las transparentes…
Es que hasta cuando el cielo es azul hay nubes.
Yo quisiera ser una nube…

martes, 19 de mayo de 2009

Movimiento

Estos acrílicos están buenos, me gustan, me dan ganas de pintar, me gusta el azul, me llama. Voy a pintar el mar. Hace cuánto no voy al mar, no me tiene que pasar eso en la vida. Ahí el azul, el violeta, blanco, negro, amarillo, rojo poco, naranja verde para qué. Dos años. ¿Marrón? Voy a poner música. No. Qué despacio puedo hacerlo. Ayer volvíamos a 200 por la ruta 20.
Ayer todo fue rápido menos levantarme y desayunar con la nona y mamá que sí se iba rápido y Clau que ya se había ido, pero con la nona desayunamos tranquilas y miramos la tele un rato hasta que llamo él. Apenas un borde de plaza de costado. Ir porque los padres no van, bueno, está bien la casa es linda y tiene una linda vista de Carlos Paz y él quería ir en la Transalp que se compró el otro día. Apenas el cielo un poco, con un tinte rojo de cielo de las 8 de la mañana. Todo muy rápido, un día porque hoy si van los padres. A Clau no le gusta o creo que no le gusta. Ella elige estudiar eso y ganar su plata como la gana, no me tendría que juzgar. Y decir que es un creído porque es del Urca ya sabemos que no tiene nada que ver. ¿Y nosotros acá en barrio San Martín que somos? Andrés no era del Urca y yo no decía nada de su Clio nuevo y de sus invitaciones al restaurant del padre. Me gusta pintar las olas. Si, marrón salitre. Que lindo, la nona está haciendo ravioles.
El vértigo de las olas es diferente al de ayer que íbamos a 200 a Carlos Paz y yo cerraba los ojos y sólo quería llegar o morirme. Y lo había esperado en el parque contando las cotorras que había en una araucaria. ¿Hago gaviotas? Pará. Primero el cielo rugoso, como una hora antes de una tormenta. Ah, como los cuervos de Van Gogh pero grises. Gaviotas en V. Mezcla blanco y negro. Mezclar, coger. Va rápido como en la moto. Una explosión, una serie de espasmos, un resplandor con cosquillas en la panza. Yo empiezo haciéndole frente y después me entrego, dejo que me envuelva, me arrastre, me lleve y ya estamos otra vez en la ruta volviendo y yo lo abrazo, apoyo la mejilla en su espalda y cierro los ojos, quieta. Apenas salí un minutito al parque y a la vista del lago, pero él me llevó a la pieza apenas salió del baño. Yo sé que me hubiera quedado horas, pero pintar también es arreglárselas para cazar al vuelo del instante. Estas olas nunca dejaron de moverse. Pero estas olas no son él. Ni estas gaviotas. ¿Hombres-olas? ¿Hombres-gaviotas? Hombres-hormigas, hombres-nubes, hombres-hipopótamos, hombres-caballos, hombres-mariposas, hombres-plumas, hombres-espumas.
Yo sólo estuve con él, sólo cogí con él. Sólo estuve enamorada de él. ¿Estuve? Quizá el amor no sea absoluto. Asqueada. V en diferentes ángulos. Distintos movimientos de alas. Tan preciso. Es darle forma a un instante. Es dar un paso hacia un desierto que se puebla con ese paso. Va a ser llenar la vida de otras formas. Salir de la baba incesante, o bucearla. El transcurrir de las olas. Dejar de salir, ir a los pedos al boliche, hablar con las otras novias, entrar a la casa haciendo poco ruido y coger y estar exhausta y después mirarle los ojos al perro al amanecer, irme con el perro bajo los pinos mientras él duerme y siempre así, con las variantes tan sabidas.
Vendrán los hombres-niños y los hombres-agujas y los hombres-silencios. Yo seguro tendré silencio. Como éste. Y si hay otras formas de ir por ahí y de estar, de coger y de despertarse. Y debe haber hombres-lágrimas y hombres-panes. Y que miren a la nona. Un silencio plataforma, un espacio a recortar. Darle forma a un instante. Esto. Callar la paz de un silencio, a un silencio.
Y un cuarto creciente finito y transparente. Que pocos lo vean. La verdad, que buenos acrílicos.

viernes, 6 de marzo de 2009

Nota a “Jacarandá”:
Lo que cuento aquí es cierto. No sólo metafóricamente; ni esta nota es un recurso realista. Lo cuento a pesar de ello. Apenas fragüé la alteración de un rasgo circunstancial para que, además de la forma narrativa, exista otro elemento artificial.





Jacarandá

Ella había nacido en noviembre, el veinticinco. Noviembre, que es violeta y verde, como ella. Él había nacido en enero, el veinticinco. Enero que es amarillo y verde, como él. Eran hermanos.
Él la tomaba de la mano, concentrado. Escuchaba la canción que ella cantaba entre la fila de jacarandás que bordean el parque por la calle Patrón. No podía retener más que el estribillo, “Al este y al oeste…” y todo eso. Era muy chiquito, pero no se daba cuenta. Y más que nada, eran compañeros de risa.
Ella era unos cuantos años mayor. La canción decía que eran celestes, quizás por exigencia de la rima, quizás porque el violeta sea, de alguna forma, celeste. Las flores explotaban en noviembre, salpicando las alturas de la ciudad con esa mágica conjunción de colores, y luego cubrían suavemente las veredas, pero él se dio cuenta de esto mucho más tarde.
Ella había muerto hacía ya tiempo y el salió una noche de noviembre a pasear a su perro. Fueron a la plaza y cuando volvían en la esquina en la que Alpatacal desemboca en Lisandro de la Torre, pasó. Un globo violeta rebotaba hacia el medio de la calle, soplado por un viento. Él salió corriendo a buscarlo. No prestó atención al tránsito, pero la calle estaba desolada en ese momento de la noche. No se sorprendió en ese momento, aunque si más tarde, de haberse sentido un niño mientras corría a buscar el globo.
Pensó en ella cuando, con el globo bajo el brazo, volvió a la esquina a buscar al perro, que lo esperaba bajo el jacarandá.