miércoles, 31 de diciembre de 2008

Excursión a los indios tranquilos

Estaban los seres extrañísimos amigos de los bosques revolcándose en la arena de una playa. Omanes decidían hacer una travesía para encontrar a unos que supieron que había. Algunos salieron de todos y todos se fueron. Atravesaron los bosques y los campos que terminaron y saltaron al desierto de dulces montañas silenciosas y curvas. Tanto entraron y saltaron el desierto que los sofocó la sed. Entonces bebieron de un estanque primordial del cual eran viajeros. El agua y las estrellas los acompañaban.
Llegaron a unas rocas y entre ellas estaban los que habían ido a buscar y se encontraron. Se vieron y se dijeron, entre los titubeos de la sorpresa la serena intrepidez bailándolos sin darse cuenta. Se llevaron a los reparos a tomar el alimento, cantarlos, contenerlos. Omanes se balanceaban de contentos y los otros también, diferente, absortos unos de otros. Todos eran regalos.
Pero no se sabían. No sabían qué los otros sabían y los omanes los buscaban, curiosos. Y los indios quisieron compartir su secreto, derramar en ellos la diferencia que admiraban. Los llevaron a través de la noche de la luna del silencio, despacio, a la entrada de la cueva para que los omanes vieran el sueño.
Esperaron cantando y rondando los alrededores, hasta el alba que cobijaron y soltaron, y un ratito más. Fue que los indios tranquilos se fijaron en la cueva y el resto también. Y la cueva tenía dos entradas, que se parecían en forma y en tamaño. De la entrada derecha salió uno que no se parecía ni a los omanes ni a los indios; era del color de la tierra y las rocas y confundía su contorno con ellas. Ése conoció a todos al salir y todos sintieron como si estuvieran en el momento de un abrazo anhelado. Entró a la cueva por la misma entrada y poco después salió por la izquierda. Los omanes vibraron ante una dulzura intensa como la respiración, puesto que no sabían que iba a volver a salir. Ellos, los indios y el que salía, estaban más dichosos. Volvió a entrar por donde había salido y su gesto era de felicidad.
Esto se repitió varias veces, tantas que la saciedad llegó a todos. Y cada vez que surgía de la cueva, se parecía más al mundo.
Pacto

Siempre supe que haría un pacto con el diablo. Salimos del club Portugués y la acompañé hasta la parada del 44. se fue y caminé las cuadras del vuelta hasta la facultad. La oscuridad de los edificios y las tipas se proyectaba en la noche que cubría Pedro Goyena. Ella sabía que yo había ido a verla en auto pero no me pidió que la alcanzara ni yo le ofrecí. Volví a mi casa en silencio entre el escaso tránsito de las diez y media de la noche.
Entré a mi casa con el escalofrío de haberme dado cuenta de que sólo estaba el perro. Mis familiares habían salido, inesperadamente. “Vamos a la casa de x, volvemos tarde”, decía un papel sostenido por un vaso. Acaricié al perro un momento, lo miré a los ojos, le sonreí pero ya no me miraba. Los perros no sostienen la mirada.
Fui a la cocina a hacerme un té y el perro me siguió. Busqué la bolsa y le di su comida. Elegí el té verde y lo preparé. Miré al perro comer y dejé la taza de té reposar un buen rato. Lo tomé. Me quedé absorto en el silencio de mi casa. Veía las cosas alrededor imantado en la serena apertura de un vacío. Pasó el perro lamiéndose el hocico y moviendo la cola vigorosamente. Decidí llevarlo a la plaza.
Era la noche anterior al novilunio y se veía unas pocas estrellas. La C invertida en el cielo parecía una marca maligna. La calle se hinchaba en la quietud del panorama. Los coches pasaban como una excusa del mundo. Los pocos hombres y mujeres que cruce parecían vivos.
En la esquina por la que me interné en la plaza había un rejunte de ramas y basura. Caminé hasta el palo borracho y toqué sus espinas. Vi a través de las ramas de otros árboles más altos unas pocas nubes rojas.
Volviendo, sentí el silencio de las casas. Detrás de unas rejas negras y una ventana con cortinas blancas, fosforecía una televisión. Seguí caminando. En un patio de baldosas iban caracoles, y un camino de hormigas trepaba la pared cruzando el azulejo de una canilla.
Entré a mi casa despacio. El perro se acurrucó. Lo saludé y me fui a mi pieza, buscando en mi cuerpo el cansancio. Al acercarme a mi cama me desanimé: había brócoli tirado por todos lados.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Lo interno de lo externo

La meperidina es un opioide, se usa como anestesia. Yo se la conseguía a través de un viejo amigo que trabajaba en la terapia intensiva de un hospital de Buenos Aires. Yo escribo esto ahora porque ella está muerta.
Nos conocimos en el inmenso parque de la casa en la que ella vivía. Cada uno supo de inmediato cuanto el otro aborrecía los condicionamientos de la abundancia. Fuimos novios por un tiempo pero no tardamos en darnos cuenta de que nuestras soledades no coincidían. Teníamos dieciséis años. Estuvimos mucho sin vernos. Yo emprendí el inevitable viaje a Europa. Oriné en el Támesis, en el Sena y en el Arno. Cuando volví, luego de algunas largas vacilaciones me fui a esconder a los tambos de mi familia en Capitán Sarmiento. Conocí a María Thomas, nos enamoramos y formamos una familia. Con los años construí mi austeridad.
Volvía a San Isidro cada tanto ya que proveía a un almacén del centro de queso de campo. Un día la vi pasar y la corrí. Y caminamos. Había poca gente, creo que era sábado a la mañana. O viernes pero había poca gente. O no vi mucha gente. La vi a ella. Caminamos los asombros del reencuentro y nos sentamos en un banco de la estación. De la charla no me acuerdo. Sí puedo escribir acá algunas cosas que sé que me dijo esa mañana en el banco de la estación.
Sé que me dijo que nos habíamos separado para encontrarnos siempre. Sé que me dijo que sólo fuera del tiempo y el espacio se sentía libre y brillante. Se que me pidió que la acompañase hasta su casa (vivía en un departamento a unas cuadras de la estación) y en la puerta me dijo cual era el timbre y que la fuera a visitar alguna vez. Me besó en la mejilla y entró.
La dueña del almacén me dijo que le pareció raro cuando me vio caminando con ella porque nunca la veía con nadie. Me preguntó si era verdad que era rica.
Acassuso 246 timbre 12. Casi un mes después. O un poco más. Bajó a abrirme y subimos dos pisos por escalera. Un departamento a contrafrente, cómodo para una persona, algo chico, común. Salvo por las paredes. En cada pared de la sala, salvo en una que había una salida a un pequeño balcón, había un cuadro. En cada pared de su dormitorio, salvo en una que había una ventana, había un cuadro. En cada cuadro, salvo en el de la cabecera de su cama, donde la joven era la misma que la de un cuadro de la sala, había una joven mujer diferente.
Los cuadros abarcaban casi la totalidad de cada pared. No me acuerdo de todos. Los que compartían la modelo los recuerdo. El de la sala mostraba a la chica vestida de negro, tocando el piano con los ojos cerrados. En el de la cabecera de su cama, la chica saludaba sonriendo, vestida de payaso. En otro que había en la sala había una mujer pelada mirando melancólicamente una ventana, con un estetoscopio colgado.
Le pregunté por los cuadros. Miró alrededor, distraídamente acaso. Dijo que los pagaba bastante caros, por suerte para la piba que estudiaba Bellas Artes en parte gracias a ello. Cada uno tenía su historia, pero los tenía ahí pintados para dejar de contárselas. Sin embargo me dijo que eligiera uno. Yo le señalé el de la chica vestida de payaso. - ¿Por qué es la misma chica que en el otro cuadro? Y señalé la otra habitación.
- No tiene importancia. Lo que importa ahí son los zapatos. Zapatos largos y redondeados de payaso.- Los seguía mirando cuando ella volvió a hablar. Dijo que cuando era chiquita se imaginaba que todo el universo era una molécula de un zapato de un payaso que hacía malabares en un circo. En ese momento sólo recordé lo tristes que me parecían los circos cuando era chiquito. Ella cerró los ojos.
Quería su anestesia, desaparecer entre el tiempo y el espacio por el territorio inimaginable en el que ella podía brillar. Y ser no era una cárcel.
Era su última dosis. Me pidió y desde entonces cada vez que volvía del campo visitaba a mi amigo y le llevaba a ella las ampollas.
Una mañana llegué y había un par de personas en el departamento, que me pareció repleto. Eran médicos, familiares y no sé quien más. Quizá el portero. Decían palabras como suicidio, sobredosis, asfixia. El familiar, el médico, el asesino, el testigo, se enfrentan a algo fascinante que casi nunca pueden conectar. Ven tan de cerca como un ser pasa a no ser o a ser de otra forma. Asistimos desencajados a esa enigmática disolución del espíritu, imposibilitados de comprenderla completamente. Las ridiculeces tienen dónde apoyarse en estos casos.
Cuando logré irme sólo sentía que ella ya no estaba, y eso dolía. Acaricié las ampollas en mi bolsillo y entré a mi camioneta.
Cerrar los ojos – no abrirlos más – y que la dulce noche te penetre toda – y te lleve
Subí a la panamericana y corrí a ver el campo. La estupidez es el camino para nosotros, los que soportamos la vida.
Sé que algo queda. Sé que no todo puede decirse. Sé que nos separamos para encontrarnos siempre. Como cuando me despierto en el medio de la noche y en silencio, te llamo, en silencio

jueves, 2 de octubre de 2008

Con un demonio


Volví a mi casa demasiado temprano; encontré a un demonio y hablamos... y hablamos... El dolor de la experiencia consistió en la poca trascendencia de los temas. No pude interesarme por nada. Yo falseaba alguna petulancia, algún rasgo escrupuloso o patético. Nada. Forzados a proseguir nuestro encuentro, compartimos un paseo por la vaga contemplación de la luna tajada. Él no decía cosas magníficas, no me proponía arduos dilemas, apenas largaba carcajadas nasales y recorría los canales, o se fijaba en absurdos dolores que no eran míos. Fruncía el ceño y decía aventuras de palabras que me desolaban en las distinciones de sus significados. De pronto levantaba un monumento a la verdad, a los conceptos absolutos de su sol negador. De pronto me impugnaba mis escudos que loaba. Rasguñaba silencios que no alcanzaba, se servía su copita de Fanta. Me empezó a pegar y a rogar que no lo dejase solo. Yo ni me sentía exhausto. Aunque me desmayé, lo vi pestañear su credulidad, asombrado de su penúltimo silogismo camuflado. Rastreé sus empresas que más bien tendieron a parecerme estériles, desayuno de por medio, disimulando mis ajetreados hilos de sangre. No dejé de masticar la gomosa medialuna. (Todo esto es cierto). Volvimos a hablar relojeando la luna entre las ramas. Las luces se tragaban mis gomosas palabras laterales. Ya, si, me había dado cuenta de que estaba acostado como siendo su marco. De esto se trataba toda la vuelta, el torniquete de secretas angustias, el impulso vago de la súbita creencia corporal en el destino. Yo sabía que todo estaba en la cabeza; y en los pies; y en los ojos, portadores de la luz. Yo no me voy a levantar y a leer esto o aquello. Su lengua vence los espacios vacíos. Posee varias cualidades adhesivas muy efectivas dentro de los paradigmas de la maravilla cotidiana. Es, varía, se describe, se apresura, se excita como un deseo, o mejor mirado, como un motivo. Hay quien muestra describiendo una pretensión, y fustiga con sus achaques, y machaca lo de no poder sino pretender. Y acá me veo con el laberinto en el marco. Marca variada y penitente, audaz refugio, me siento plantado acá, temprano, una canción partida. Y su saliva se pega en el paladar sin que su voz pierda su astuta demanda de invocación inspirada, cambia los canales, o se lava los pies, con la dulzura propia del que creció en una familia amorosa, que se abrazan de aquí para allá. Hay un recelo en su gesto conciente y ciego. No entiende como se le metió el enano por la oreja.

jueves, 31 de julio de 2008

La monja

El señor Ox iba por Jaramillo y dobló por Crámer a la izquierda, para el lado de la estación Belgrano R. Se sintió oprimido por la calle aunque no era muy angosta pero si de doble mano. Analizó minuciosa y comparativamente ese sentimiento. Agacho su cabeza un momento. Sin dejar de caminar miró su pantalón de vestir gris oscuro y los zapatos negros un poco gastados. La chica que cruzó, de pelo corto y pollera larga no podía tener miedo. Nadie más que él podía tener miedo en ese enjambre circunstancial. Una sólida atmósfera vacía gastaba el panorama. Una redoblada composición de gestos vertidos en la laboriosa civilización del acero. Era imposible en el destello mismo de la mitad de cuadra apartarse de la visión de estar recorriendo las cíclicas filas de los nichos en cualquier instante de la madrugada. La parsimonia, la solemnidad de la vida. Él no creyó ser alguien extraordinario ni un sabio que venía a iluminar la gloria de la existencia. Sólo por casualidad el señor Ox se encontró frente al furor.

(Estaba manejando por una avenida y de pronto vio un tumulto a una cuadra. La gente estaba saliendo de un recital, pasaba entre los autos. Como había frenado en un semáforo, el primero en la fila, tuvo un claro delante y cuando se puso verde pudo acelerar. Había apuntado hacia un grupo, dejándose languidecer. Cuando sintió el golpe seco, frenó y cerró los ojos apaciblemente. Habían muerto cuatro jóvenes. Él declaró que se había descompuesto. En la revisión médica se verificó una pequeña arritmia que no costó vincularla con el suceso. Le quitaron el registro de conducir. La semana siguiente había sido cotidiana para el señor Ox.)

No movió la cara. Por más que lo anheló, sus flancos no se volvieron difusos. Atravesó esquinas casi sin pensar con palabras. Cuando llegó al sector en el que Crámer se ensancha no se sintió aliviado. Ya alguna vez notó que de todas formas no parecía una avenida, por más que las confiterías y demás comercios y la doble mano y el ancho brindaran sus atributos. “Rivadavia es una avenida”- se dijo mirando para arriba. No prestaba atención a los árboles, cuyas especies desconoció siempre ni a los rulos de las chicas que de tanto en tanto pasaban. Ya no.

No quería calcular las cuadras pero supo a cada instante donde estaba aunque la imagen que se le presentó cada vez con más insistencia fue la de un náufrago con brújula. “El carácter demasiado abstracto de la misma –sentenció para sí- me desagrada casi tanto como su leve tinte misericordioso”. Sonrió y despreció aquel dictamen. Se dio cuenta, sin demasiado asombro de que cualquier afectación intelectual interna había dejado de provocarle la mínima emoción. “Soy inmune a mis metáforas – pensó- y volvió a sonreír sin boca.

(Había esperado pacientemente una nueva ocasión.

El nunca había querido llevarse el viejo revólver de su padre, así que había quedado guardado en la casa de su madre desde que ella enviudó. Un domingo a la noche, el señor Ox terminaba su postre preferido cuando escuchó ruidos extraños en el fondo. Calmó a su madre, fue al placard a buscar el arma, que encontró cargada. Su madre, extrañamente, sonreía. Eran tres los intrusos y uno de ellos le disparó cuando el señor Ox abrió la puerta en penumbras.

Mientras llegaba la policía, el señor Ox reflexionaba acerca de su infancia, de sus juegos en el fondo de su casa, y de cómo hay cosas que no se olvidan. En la comisaría los agentes calmaban a su madre asegurándole que la legítima defensa estaba plenamente probada y que su hijo no tendría problemas. En otra oficina, el señor Ox reflexionaba tomando un café. Ya tenía claro desde el principio que no iba a ocultar su autoría en ninguna de las muertes. Ahora se le esclarecía la serie. Habían sido cuatro, eran tres; serían dos y luego uno.)

La sensación de caminar sin darse cuenta de los pasos. Azar en los pies, bola de rivotriles. Muecas a las veredas ensanchadas. Azar de las miradas y lo que enseñaron. Miradas de monos para siempre anidadas. La cruel menstruación de las ideas sin palabras. Un rosario de madrugada a través de los nichos y sus ansiedades y las equivocaciones cobardes. Los hasta cómo. Y las fronteras del relato.

No, no… vocearán befas. Acusarán escudo de impotencias. Como profesional entrenado, salir a explicarlo todo: lo que se sabe, aguando la fiesta. Tibieza fetal que engendra tempestades. La muestra diáfana del ojo dislocado. La sensación de haber dejado de caminar pero nada, nada cambió

(Con el asombro por la carencia de sospechas bien argumentadas se había ido a su casa.

La madre había llegado a su casa un día que no le esperaba. Esa vez le iba a presentar a una monja vieja y muy baja, vestida con hábitos grises. La monja lo miraba como un nenito a una mariposa, la madre sonreía. El señor Ox había pensado que no debía rechazar una ayuda espiritual para no levantar sospechas. Estaba dispuesto a aburrirse un rato con la monjita como alguien que busca consuelo. Ese día, sin embargo, la monjita lo había sorprendido. Le dijo sólo dos cosas: a ella no le importaba si era o no religioso, tan sólo quería ayudarlo a que, como todos, descubriera y realizara el sentido de su vida; lo otro que le dijo fue que necesitaba una pareja y ella lo iba a ayudar- luego se fue.

Al señor Ox le había sorprendido lo expectativa que la monja había sido con el segundo ítem. La siguiente vez que se encontraron ella había concertado una cita con la kiosquera de la esquina de la casa del señor Ox. Él había titubeado. Había preguntado a algunos de los vecinos que la conocían cómo era ella. A pesar de las historias que le habían contado sobre los cuernos que solía ponerle a sus parejas, él había accedido a conocerla. Pronto se habían hecho novios y hasta se habían comprometido.

Una noche la kiosquera se había encontrado con otro. El señor Ox, como de costumbre la venía siguiendo. Con alivio, vio que entraban a su casa. Alrededor de una hora después entró y los mató en su cama. Luego llamó a la policía.

La situación era complicada – le habían dicho sus amigos de la comisaría. Y lo era. Las semanas que había pasado en el calabozo primero y luego en el asilo habían sido penosas para el señor Ox, a pesar de las atenciones de los oficiales. La mediación de la monja, al menos, había sido más poderosa de lo que él había imaginado y al cabo de esas largas semanas había sido liberado bajo su tutela. Ella había parecido ejercer una influencia prodigiosa en la aceleración del proceso por estos asesinatos cometidos, según sentencia, bajo emoción violenta.)

Pocos minutos esperó el colectivo. El 80hizo la curva rápido pero frenó bruscamente y la puerta se abrió frente al señor Ox. Subió como si hubiera esperado mucho tiempo. Dijo: “ochenta”. Eso lo divirtió en otras ocasiones. Metió el boleto y veinte centavos en el bolsillo y se sentó en la anteúltima fila de los asientos de dos, del lado de la ventanilla.

Los domingos al mediodía ni los colectivos ni las avenidas suelen estar muy cargados, y el viaje del señor Ox fue considerablemente rápido. Nadie se sentó junto a él. Las barreras estaban abiertas cuando el colectivo llegó a ellas. Poca gente subió o bajó. Constató una vez más que mirar es inevitable. Ni probó cerrar los ojos. La ventanilla, el cielo, que no era el cielo, era arriba. Y el suelo era abajo. No sintió somnolencia, como hubiese sido justificado y en Liniers subió mucha gente que quizás venía de la estación o quizás no. Bajó unos minutos después y camino hacia el hospital por la vereda de enfrente de la plaza. Cruzó, camino otra media cuadra y llegó al hogar que tienen las monjas a un costado del hospital. Salió la monjita apenas el señor Ox llamó en la entrada. Antes de atravesar el patio hasta la verja le preguntó si había perros. No había. Dio entonces unos pocos pasos sonriendo y abrió la puerta de rejas. Mientras entraba, la monja le contó que unos días atrás un perrito la corrió ladrando por esa misma cuadra y cuando la alcanzó la tumbó con las patas delanteras y se fue dejándola boca arriba mirando las ramas de los jacarandás. “Son jacarandás” –pensó el señor Ox.

(Si bien el señor Ox estaba visitando a la monja para mostrarle agradecimiento por la ayuda que le dio no esperaba que ella pudiera iluminarlo en su preocupación fundamental en ese momento –completar la serie de muertes- y él tampoco planeaba tocar el tema con ella. Habían conversado poco tiempo. Unos diez minutos. Luego se habían despedido cordialmente. Él caminó hasta la esquina de Patrón y Pilar, esperó el 80. Cuando llegó, miró fijamente la rueda delantera derecha y se zambulló.)

La monja salió a ver el alboroto. Un instante. Fue hasta su pieza y añadió una cruz en una hoja de su cuaderno blanco. Pensó en ir a arreglar el alambre de púas del jardín.

martes, 6 de mayo de 2008

Nota baño camping

Buenas tardes. Ante todo quería agradecer a los que hacen esta revista dedicada a informar a todos los que quieren disfrutar de vivir en la naturaleza en todos los campings del país. Y gracias también por recibir estas palabras que ahora escribo.

Quisiera contarles unas cosas no del todo agradables de oír pero que si en algún lado tienen que estar escritas es en su publicación.

Más que nada me quiero referir a mi estadía y la de mi familia en el camping San Pierino, como ustedes sabrán, sito en una de las localidades más pujantes de la costa atlántica del país.

Llegamos allá y resultó que no había bungalows, así que debimos recurrir a la carpa, que siempre llevo. Lo que además me iba a permitir recurrir a varios implementos que adquirí bajo sugerencia de la presente publicación.

Cuestión que armé la carpa con ayuda de algunos de mis familiares y cuando me disponía a enchufar la lámpara para proceder al asado, realicé que no andaba el tomacorriente. Resultado: discretas empanadas de carne y pollo de la proveeduría y las disculpas de los empleados por el inconveniente que a decir verdad, al día siguiente se solucionó.

Eso, vaya y pase. Ahora, cuando al día siguiente a causa de la falta de bungalows tuve que hacer uso de la ducha y los baños del susodicho camping a ver ya me abatato de tratar de ponerlo acá se pasaron de la raya por así decirlo. Siendo que había salido de la ducha y sólo con el short de baño puesto me apronté a cepillarme los dientes con todos los cuidados que la situación requería, siendo el lugar apenas apto para la higiene. Con la boca llena de crema dental me tocan el hombro, un chico. Quince años máximo. Que me dice que estoy con la canilla abierta, y de esa manera derrochando agua potable. Me mira con cara seria y al ver que me lo quedo mirando, cierra la canilla y sale de las instalaciones sanitarias. Puedo asegurarles yo que en ese momento podría haber pasado cualquier cosa. Podría ir a buscarlo y sopapearlo o matarlo, o que se yo. Porque yo SIEMPRE cierro la canilla mientras me lavo los dientes. Desde chiquito, que una vez viendo Alf alguno de los personajes mencionó que esa es una de las acciones que ayudan a salvar al mundo o algo así. Cosas que le quedan a uno. Y ahora, en esta situación tan incómoda y de tensión venía un mocoso a decirme como comportarme en relación a las canillas. Y la camisa que iba a usar estaba mojada.

Cuestión que salí del baño embroncado como veces pocas. Sentía el corazón latiendo muy rápido, busqué con la mirada al pibe y no lo encontré. No sé para donde se está yendo el mundo. Sin ir más lejos al rato me crucé con uno del camping que me dijo que iba a haber un bungalow disponible en dos días. Yo nada más le dije “bueno, bueno”, pero tenía unas ganas de decirle de todo, de preguntarle si el pibe era del camping, o si no tenían reglas de respeto a los mayores o si dejaban entrar a cualquiera. Pero sé que si abría la boca más de lo debido iba a decir sólo groserías, malas palabras. Yo tendría que haber estudiado abogacía.

La cosa es que todo este incidente me amargó el viaje de vacaciones y más también. Porque empecé a sentir toda una especie de molestia en cada lugar que estaba y unas ganas de que todo sea diferente. Además sentí y sigo sintiendo que las cosas que hacemos en la vida no nos llevan a ningún lugar claro, espero me sepan comprender y estoy dudando si vale la pena, por así decirlo. Estas cosas quería comunicarles con el fin que se ponga en consideración la importancia de una buena atención en los campings del país. Por otra parte quería también decirles que soy un poco rengo.

jueves, 14 de febrero de 2008

En tránsito

Muchos omanes se reunieron en la llanura fatigada. Por ella irían e irían. Casi ninguno opinaba ya que no había nada del otro lado. Unos cuchicheaban que no había otro lado, y reían. Todos lo imaginaban. Una vez más la curiosidad prevalecía. Eso y el encanto hipnótico del verde. Se llevaban a cada uno y cada uno llevaba la nostalgia de cada paso que daba. Tantos hermanos trazaban las generaciones que los habían mecido y los mecían por los caminos que creaban no para volver sino para que otros vinieran.

Omanes andando, duraznos caminantes. Nubes de sol y de sueño. Vivientes del sueño en el que las nubes pueden tocarse. Envueltos, encaramados de nube, caminaban. Multitud de huellas. Hermosos octógonos irregulares, constelaban.

Un omanes, de cuerpo granizado de verde y violeta en su lomo amarillo, vio un río abundante. Quiso corresponder a su generosidad y se zambulló y se dejó llevar. Desde una colina, tres omanes lo vieron serpentear y lo siguieron. Llegaron al mar y en la orilla muchas noches se saludaron con los que cruzaron el río y siguieron. Hacía muchos omanes que omanes no veían el mar. Otra vez un silencioso encanto que de las costas irradiaba hacia el encuentro de nuevas alturas, los besó como un nacimiento. El mar pronto sería la orilla. Días de madera, de los primeros cantos, y de curiosas ansiedades que se sacudían solas. El camino los siguió sacudiendo, pero ellos veían en el cielo las huellas de sus amigos, que fulguraban como sonrisas imaginadas.

Días de tierra y de miradas emergieron de los trayectos de los omanes caminantes. La amistad musical de los árboles y sus maderos, viento de los misterios resplandecientes. Omanes al paso de sorpresa junto al diluvio de variantes animales. Y la flor abierta de los caminos. Y los demás asombros de verse juntos en las diversas nostalgias.

Como los omanes no contaban el tiempo, no supieron cuando se volvieron a ver los dos grupos, ni hacía cuánto que no estaban juntos. Tampoco sabían exactamente si eran ellos los mismos que se habían separado en aquel río. Estaban confundidos, y se decían “agua” y se decían “tierra”. Asentían pero no sabían que hacer.

Sin embargo no tardó mucho en surgir una fascinación extendida entre lomos de colores y dibujos siempre nuevos en sus distribuciones. La seducción les hacía bien. Los ojos no querían contener las sonrisas. Inauguraron un festejo que se multiplicó y los multiplicó.

Algunos omanes del agua llevaron al mar a algunos de tierra, y algunos de tierra, y algunos omanes de tierra mostraron los senderos a algunos del agua. Se decían entonaciones que saludaban de entusiasmo en cánticos ensoñados. Así, el sol y la luna.

Bordeando la costa encontraron un río. Había los que se quedaban en la desembocadura y se iban con el mar y volvían. Estaban los que entraban a la tierra junto al río, a los bosques, las colinas y los valles.

Siempre se encontraban.