lunes, 24 de noviembre de 2008

Lo interno de lo externo

La meperidina es un opioide, se usa como anestesia. Yo se la conseguía a través de un viejo amigo que trabajaba en la terapia intensiva de un hospital de Buenos Aires. Yo escribo esto ahora porque ella está muerta.
Nos conocimos en el inmenso parque de la casa en la que ella vivía. Cada uno supo de inmediato cuanto el otro aborrecía los condicionamientos de la abundancia. Fuimos novios por un tiempo pero no tardamos en darnos cuenta de que nuestras soledades no coincidían. Teníamos dieciséis años. Estuvimos mucho sin vernos. Yo emprendí el inevitable viaje a Europa. Oriné en el Támesis, en el Sena y en el Arno. Cuando volví, luego de algunas largas vacilaciones me fui a esconder a los tambos de mi familia en Capitán Sarmiento. Conocí a María Thomas, nos enamoramos y formamos una familia. Con los años construí mi austeridad.
Volvía a San Isidro cada tanto ya que proveía a un almacén del centro de queso de campo. Un día la vi pasar y la corrí. Y caminamos. Había poca gente, creo que era sábado a la mañana. O viernes pero había poca gente. O no vi mucha gente. La vi a ella. Caminamos los asombros del reencuentro y nos sentamos en un banco de la estación. De la charla no me acuerdo. Sí puedo escribir acá algunas cosas que sé que me dijo esa mañana en el banco de la estación.
Sé que me dijo que nos habíamos separado para encontrarnos siempre. Sé que me dijo que sólo fuera del tiempo y el espacio se sentía libre y brillante. Se que me pidió que la acompañase hasta su casa (vivía en un departamento a unas cuadras de la estación) y en la puerta me dijo cual era el timbre y que la fuera a visitar alguna vez. Me besó en la mejilla y entró.
La dueña del almacén me dijo que le pareció raro cuando me vio caminando con ella porque nunca la veía con nadie. Me preguntó si era verdad que era rica.
Acassuso 246 timbre 12. Casi un mes después. O un poco más. Bajó a abrirme y subimos dos pisos por escalera. Un departamento a contrafrente, cómodo para una persona, algo chico, común. Salvo por las paredes. En cada pared de la sala, salvo en una que había una salida a un pequeño balcón, había un cuadro. En cada pared de su dormitorio, salvo en una que había una ventana, había un cuadro. En cada cuadro, salvo en el de la cabecera de su cama, donde la joven era la misma que la de un cuadro de la sala, había una joven mujer diferente.
Los cuadros abarcaban casi la totalidad de cada pared. No me acuerdo de todos. Los que compartían la modelo los recuerdo. El de la sala mostraba a la chica vestida de negro, tocando el piano con los ojos cerrados. En el de la cabecera de su cama, la chica saludaba sonriendo, vestida de payaso. En otro que había en la sala había una mujer pelada mirando melancólicamente una ventana, con un estetoscopio colgado.
Le pregunté por los cuadros. Miró alrededor, distraídamente acaso. Dijo que los pagaba bastante caros, por suerte para la piba que estudiaba Bellas Artes en parte gracias a ello. Cada uno tenía su historia, pero los tenía ahí pintados para dejar de contárselas. Sin embargo me dijo que eligiera uno. Yo le señalé el de la chica vestida de payaso. - ¿Por qué es la misma chica que en el otro cuadro? Y señalé la otra habitación.
- No tiene importancia. Lo que importa ahí son los zapatos. Zapatos largos y redondeados de payaso.- Los seguía mirando cuando ella volvió a hablar. Dijo que cuando era chiquita se imaginaba que todo el universo era una molécula de un zapato de un payaso que hacía malabares en un circo. En ese momento sólo recordé lo tristes que me parecían los circos cuando era chiquito. Ella cerró los ojos.
Quería su anestesia, desaparecer entre el tiempo y el espacio por el territorio inimaginable en el que ella podía brillar. Y ser no era una cárcel.
Era su última dosis. Me pidió y desde entonces cada vez que volvía del campo visitaba a mi amigo y le llevaba a ella las ampollas.
Una mañana llegué y había un par de personas en el departamento, que me pareció repleto. Eran médicos, familiares y no sé quien más. Quizá el portero. Decían palabras como suicidio, sobredosis, asfixia. El familiar, el médico, el asesino, el testigo, se enfrentan a algo fascinante que casi nunca pueden conectar. Ven tan de cerca como un ser pasa a no ser o a ser de otra forma. Asistimos desencajados a esa enigmática disolución del espíritu, imposibilitados de comprenderla completamente. Las ridiculeces tienen dónde apoyarse en estos casos.
Cuando logré irme sólo sentía que ella ya no estaba, y eso dolía. Acaricié las ampollas en mi bolsillo y entré a mi camioneta.
Cerrar los ojos – no abrirlos más – y que la dulce noche te penetre toda – y te lleve
Subí a la panamericana y corrí a ver el campo. La estupidez es el camino para nosotros, los que soportamos la vida.
Sé que algo queda. Sé que no todo puede decirse. Sé que nos separamos para encontrarnos siempre. Como cuando me despierto en el medio de la noche y en silencio, te llamo, en silencio

1 comentario:

sombrasenllamas dijo...

Que cool que sos Leo!!!
Orinaste en el Sena, el Arno...
Yo hace una pila de años, oriné en un arroyito crecido de las sierras... jajaj
qué placer !!!!

Leerte es un placer..

Besotes y te seguiré leyendo!

Laura Levy